La llegada (histórica) de las vacunas a México
A pesar de la inestabilidad política y social del país, desde finales del siglo XIX y principios del XX se empezó a consolidar un sistema sanitario que procuraba basarse en la investigación, el desarrollo y producción nacionales... y se logró
En 1900 la esperanza de vida en México era de sólo 25 años. Para los bebés y niños mexicanos por nacer, el panorama era poco esperanzador, pues de cada mil nacidos vivos, morían 288.
Las dos causas principales de muerte eran las enfermedades intestinales y respiratorias, los enfermos solían padecer, además, desnutrición. Entre los niños el sarampión, la tosferina y la difteria eran comunes; también la viruela, a pesar de que casi cien años antes habían llegado las vacunas contra este mal.
Cuando iniciaba el siglo XX, la salubridad en México era tan precaria que “algunos países, particularmente Estados Unidos, amenazaban a México con cuarentenas debido a sus enfermedades infecciosas”, y presionaron para que se adoptaran medidas higiénicas en los puertos y otras áreas estratégicas para el comercio, cuenta la historiadora Ana María Carrillo en el artículo “Producción de vacunas, ansiedad sobre la seguridad nacional y el inestable Estado en los siglos XIX y XX en México”.
Desde finales del siglo XIX se hicieron intentos de higienizar al país y de hacer campañas de vacunación, pero fue hasta 1902, ante una epidemia de peste, que el sistema mostró que podía funcionar.
33.9
años
era la esperanza de vida en México a inicios de la década de 1930; la mortalidad preescolar era de 36.0 por cada 100,000 habitantes y la infantil de 131.6.
La peste y la importación
Waldemar Haffkine estaba tan seguro de la efectividad y seguridad de su vacuna contra la peste que el 10 de enero de 1897 se la inyectó a sí mismo, tal como lo había hecho unos años antes con una vacuna contra el cólera que también había desarrollado él cuando estaba en el Instituto Pasteur de París.
Haffkine estaba en la India, a donde se había trasladado para probar, con mucho éxito, su vacuna contra el cólera. Por esto, cuando en octubre de 1896 hubo un brote de peste bubónica en Bombay, las autoridades de la ciudad le pidieron que hiciera una vacuna para controlarlo. Apenas tres meses después, el científico hizo el experimento consigo mismo.
La peste es causada por la bacteria Yersinia pestis, que se transmite por la mordedura de las pulgas de las ratas, y la vacuna de Haffkine consistió, básicamente, en inyectarse poquitas bacterias para desarrollar inmunidad sin correr riesgo de morir.
Funcionó al punto que, ante el brote en México que inició hacia finales de octubre de 1902 en Ensenada y Mazatlán, Eduardo Liceaga, presidente del Consejo Superior de Salubridad, usó la vacuna de Haffkine, que llegó de Francia a finales de febrero de 1903.
Haffkine inventó también un suero antipestífero. Un suero es distinto a una vacuna. La diferencia es que, mientras la vacuna da pie a que el sujeto genere su propia inmunidad, un suero, como el que se usa ante un veneno de alacrán o de víbora, da al sujeto anticuerpos que provienen de otra fuente, como de caballo o de un humano. La primera se conoce como inmunidad activa y la segunda como inactiva.
A diferencia de la vacuna, una parte del suero que se usó no llegó de Francia, fue hecho en México, en el Instituto Bacteriológico Nacional. En el control de la epidemia se usó también la vacuna diseñada por Alexandre Besredka quien, igual que Haffkine, era de origen ruso, nacionalizado francés y entrenado en el Instituto Pasteur. México fue el primer lugar donde la vacuna de Besredka se usó de manera masiva.
No vais a recibir un edificio nuevo, sino una Institución (...) os proporcionará la ocasión de hacer el bien a vuestros semejantes, no sólo con el auxilio de vuestra ciencia (...) la compasión por sus sufrimientos y las palabras de consuelo del espíritu”. Dr. Eduardo Liceaga, en la inauguración del Hospital General, el 5 de febrero de 1905.
Según Arístides A. Moll y Shirley Baughman O’Leary en el libro Plague in the Americas (republicado por la Organización Panamericana de Salud), no se dio seguimiento a 12 mil 104 personas que recibieron la vacuna de Besredka en Mazatlán, Sinaloa, pero sí se sabe que de las dos mil 894 personas que la recibieron en Villa Unión, también Sinaloa, sólo una cayó enferma a los dos días de vacunada, y de 681 que recibieron la Haffkine, uno enfermó al cabo de siete días. Es decir que ambas vacunas resultaron eficaces.
Como sabe prácticamente todo el mundo en la actualidad, en el control de una epidemia hace falta que los gobiernos tomen otras medidas además de administrar sueros y vacunas; como aislamiento de casos y contactos, y el control de fronteras y accesos.
Liceaga tomó este tipo de medidas desde el 31 de diciembre de 1902, cuando declaró a Mazatlán y Ensenada, Baja California, ciudades infectadas por la peste. Sin embargo, se calcula que entre ocho y nueve mil personas salieron de Mazatlán, la mayoría brincándose retenes y cuarentenas, y esparcieron el mal en otras localidades. Lo que sí, parece que el exterminio de ratas y la limpieza en los puertos fueron tan meticulosos que la peste no salió de Mazatlán por mar. El manejo exitoso de esta epidemia y de otros temas de higiene y salud fueron producto de un esfuerzo que había empezado décadas atrás.
25
años,
era la esperanza de vida en México en 1900; de cada mil nacidos vivos, morían 288.
Del esfuerzo al botín político
Desde 1841, la máxima autoridad sanitaria en México era el Consejo Superior de Salubridad, lo cual no era mucho decir, pues estaba integrado por sólo seis miembros; carecía de presupuesto suficiente y tenía jurisdicción únicamente en el Distrito Federal. Esto cambió sobre todo gracias Eduardo Liceaga, quien dirigió el organismo de 1885 a 1914, y de quien se ha dicho que ha sido el mejor higienista que tenido México, cuenta Carrillo Fraga en Economía, política y salud pública en el México porfiriano (1876-1910).
Desde antes de Liceaga, en 1882, el Consejo Superior de Salubridad elaboró un dictamen según el cual muchos estados de la República carecían de juntas de sanidad, y las que había no funcionaban de manera regular; además, no había solidaridad ni coordinación entre las diferentes regiones del país en materia de higiene pública, “punto acaso el más importante para la prosperidad de un pueblo”, dice el documento.
En 1891 se promulgó el primer Código Sanitario, que daba poder al Estado para, por ejemplo “actuar en puertos y fronteras, los cuales —decía el doctor Liceaga— no pertenecían al estado en que se encontraban, sino a la Federación, y del mismo modo que ésta respondía ante un ataque militar, debía hacerlo ante las epidemias que causaban más muertes que la guerra”, escribió Carrillo Fraga.
Además de la epidemia de peste, el Consejo Superior de Salubridad luchó activamente contra la fiebre amarilla, la malaria, la tuberculosis y la sífilis, que eran endémicas en México.
›Tras el éxito del combate a la peste en 1902-1903, creció el interés por generar y desarrollar recursos científicos propios, por lo que en 1905 Ángel Gaviño y Justo Sierra firmaron la Ley Constitucional del Instituto Bacteriológico Nacional (IBN). Casi al mismo tiempo, cuenta la historiadora Natalia Priego en un artículo en la revista Ciencia, la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes creó un premio de 50 mil pesos para quien identificara la causa del tifus y propusiera una cura.
En la investigación de la etiología del tifus, que también hacían por su parte diversos países, se involucró personalmente el propio Gaviño, quien además entró en conflictos y suspicacias sobre el tema, relata Priego, por un lado con el Instituto Patológico y, al interior del propio IBN con el investigador francés Joséph Girard.
En 1909, Charles Nicolle, quien era amigo de Girard, encontró la forma de transmisión del tifus partiendo de una sencilla observación: los infectados por esta enfermedad contagiaban con facilidad a quienes les rodeaban hasta que ingresaban al hospital, momento en que dejaban de ser contagiosos. Tras algunos experimentos con monos, Nicolle concluyó que bastaba con bañar y rapar a los enfermos y deshacerse de sus ropas personales y de cama para contener el tifus; es decir, bastaba deshacerse de los piojos. El premio en México se retiró en 1910.
Tal vez el asunto del tifus “ha opacado las otras actividades del Instituto, como la producción de vacunas, que parecería una actividad menor, pero que implicó un laborioso y cuidadoso procedimiento de estandarización, producción, purificación y control de calidad, que se llevó a cabo en relativamente poco tiempo y con buen éxito”, escribe Priego.
El inicio de la Revolución entorpeció el trabajo del IBN, pero el triunfo de los revolucionarios lo hizo aun más, pues Venustiano Carranza desmanteló el Instituto en 1916, según Carrillo Priego, su “franco odio por las instituciones porfirianas” llevó al presidente revolucionario a desarticular “las incipientes instituciones científicas mexicanas y la persecución de sus partidarios, incluyendo una condena a muerte (que incluía a Gaviño) que, afortunadamente, no se llevó a cabo”.
Afortunadamente, porque fue Gaviño quien convenció al ministro de Gobernación sobre el peligro de eliminar los sueros nacionales almacenados, incluyendo los que resguardaba el IBN, que tenían prestigio internacional. Su argumento fue que México los necesitaba y que, dado que Europa estaba en guerra, sólo se podrían conseguir sueros a precios muy elevados (la Primera Guerra Mundial fue, por cierto, el primer conflicto bélico de larga duración sin epidemia tifus, gracias a Nicolle).
En 1916, Carranza reinstauró el IBN y poco después Gaviño regresó a dirigirlo. En 1920 hubo un segundo brote de peste que afectó sobre todo en Veracruz y Tamaulipas, y “aproximadamente 50 mil personas fueron vacunadas con una vacuna que elaboró el Instituto Nacional de Bacteriología… Los resultados de la vacunación no se conocen exactamente; sin embargo, se le atribuyó el veloz dominio de la epidemia (terminó en seis semanas)”, escribieron Moll y Baughman O’Leary.
Ángel Gaviño murió la noche del 31 de diciembre de 1920; poco después, el IBN cambió de nombre a Instituto Nacional de Higiene (INH) y tuvo la encomienda de hacer tanto investigación básica como producción de sueros y vacunas.
Eventualmente, México llegó a producir todas las vacunas que necesitaba y a exportar sueros y vacunas; sin embargo, actualmente el INH está en los Laboratorios de Biológicos y Reactivos de México (Birmex), que sólo producen la vacuna antipoliomielítica oral y la Td, contra tétanos y difteria; además de los llamados sueros faboterápicos polivalentes, que protegen contra distintos venenos. En la investigación, Birmex reporta avances en proyectos hasta 2016 o proyectos sin financiamiento.
Pero esa es otra historia…