Ahora que un virus tiene en jaque a la humanidad, que sabemos que eventualmente llegará otro similar y que las bacterias resistentes a los antibióticos se multiplican, conviene preguntarse qué hace a estos patógenos tan eficaces, cómo llegan a ser tan devastadores y qué maneras habría de prevenirlos.
Se puede decir que los organismos causantes de enfermedades son el producto de una inteligencia creadora. Y no, eso no hace referencia a alguna divinidad ni, mucho menos, a que sean un producto del ingenio humano en un laboratorio; hace referencia a un proceso que actúa en la Tierra desde hace unos cuatro mil millones de años y que se llama evolución biológica.
Primero fueron los procariontes, a los que, para no complicarnos demasiado vamos a llamar bacterias, aunque existían y aún existen otros grupos. Estaban vivas, lo cual significa que tenían manera de distinguirse de su ambiente, reproducirse y obtener energía; con eso bastaba para ser un organismo vivo y estar a merced de la evolución, una sencilla inteligencia que aprende por prueba y error.
Aunque puede generar organismos tan complejos y sofisticados como nosotros mismos o tan sencillos y eficaces como el SARS-CoV-2, el mecanismo por el que funciona la evolución es muy simple y opera por medio de dos principios fundamentales: la variabilidad, porque los seres vivos no son todos iguales, y la selección natural, es decir, hay unos que sobreviven lo suficiente como para dejar descendencia y otros, digamos “los errores”, no.
Ahora sabemos que el eje de ambos principios son los genes, que al combinarse y mutar son tanto la fuente de la variabilidad como los encargados de pasar la información (innovadora o tradicional) de una generación a otra.
Cada organismo tiene, además, una meta: sobrevivir y reproducirse. Nada más importa. En ocasiones esto conduce a que se genere un organismo que le causa una enfermedad a otra; en otros momentos, un patógeno de una especie pasa a otra, un proceso en que, por decirlo de alguna manera, hay muchas inequidades e injusticias.
Los males del viejo mundo
De los 25 principales patógenos humanos microscópicos, la gran mayoría se originaron en lo que se ha llamado el Viejo Mundo, y de hecho fueron una pieza clave en la conquista europea del Nuevo Mundo o el continente Americano, pues las poblaciones nativas americanas no tenían inmunidad ni resistencia ante ellos.
Según explicaron Wolfe, Dunavan y Diamond en el artículo “Los orígenes de las grandes enfermedades infecciosas humanas”, la enfermedad de Chagas es “la única de las 25 que claramente se originó en el Nuevo Mundo”.
Los autores comentan que “existen dudas sobre en qué hemisferio se originó la sífilis y si la tuberculosis se originó de forma independiente en ambos hemisferios o fue traída a las Américas por los europeos; no se sabe nada sobre los orígenes geográficos del rotavirus, la rubéola, el tétanos y el tifus”. Lo que sí es seguro es que los otros 18 patógenos relevantes se originaron en el Viejo Mundo.
La explicación de esta desigual distribución de los patógenos está en la forma cómo evolucionaron y la cantidad de tiempo que tuvieron para hacerlo.
Por un lado, en el Viejo Mundo “se domesticaron muchos más animales que podían proporcionar patógenos ancestrales”. De las 14 principales especies de ganado de mamíferos domésticos del mundo, solamente una fue domesticada en el Nuevo Mundo: la llama, que tiene una distribución geográfica limitada, no se ordeñaba, montaba o enganchaba a arados y no se abrazó ni se mantuvo en interiores, como llegó a suceder con terneros, corderos y lechones.
Por otro lado, hay nueve enfermedades cuyo origen se puede explicar porque pasaron de animales no domesticados a los seres humanos. Una fuente muy importante, es el paso desde los monos, pero dado que la distancia genética entre los humanos y los monos del Nuevo Mundo es casi el doble que en el Viejo Mundo, esto ha sucedido con mucho más frecuencia allá.
Además, se dispuso de mucho más tiempo evolutivo, unos 5 millones de años, para las transferencias de animales a humanos en el Viejo Mundo que en el Nuevo Mundo donde apenas hemos estado unos 14 mil años. La evolución, por supuesto, no se detiene con la aparición y la transferencia de los patógenos.
Resistencia a los antibióticos
Desde el descubrimiento de la penicilina en 1928, hemos desarrollado una multitud de antibióticos capaces de eliminar bacterias, tanto infecciosas como inofensivas. Tan solo en estos momentos, según la Organización Mundial de la Salud, hay entre 40 y 50 antibióticos en desarrollo. Pero las bacterias no tardaron mucho en crear sus propias defensas contra los antibióticos, de tal manera que se libra una batalla entre la inteligencia humana y la evolutiva.
Una investigación, publicada hace unos meses en la revista Nature, hizo una compilación de lo que se ha averiguado hasta ahora sobre los orígenes de los diversos genes de resistencia móvil a los antibióticos, que hasta hace ese momento eran 37.
Los genes móviles de resistencia a los antibióticos son un gran invento de la evolución, ya que no tienen que esperar a que la bacteria que los desarrolla tenga descendencia; sino que estos genes pueden viajar y propagarse hacia otras bacterias, incluso de especies distintas. Para eso, las bacterias tienen diversos “artefactos” de movilidad, como los llamados plásmidos o transposones, que han usado desde hace millones de años y son los ancestros de los virus.
Así que, además de generar los genes de resistencia, las bacterias deben tener los mecanismos para que puedan expresarse en grandes cantidades y la capacidad para que se muevan de una bacteria a otra y de insertarse en la producción de la bacteria colonizada, y todo eso también debe estar codificado en el ADN bacteriano.
Para sorpresa de los investigadores, todos los genes móviles de resistencia a los antibióticos han sido creados por especies de bacterias que causan infecciones en seres humanos o animales domésticos. Aún más intrigante es que muchas de estas especies son el origen no de una sola, sino de varias familias genes de resistencia diferentes. Además llama la atención que las bacterias que son ellas mismas productoras de antibióticos, no generaran los genes de resistencia.
Es decir, tal parece que el potencial de una especie bacteriana para generar resistencia a los antibióticos está relacionada con su capacidad para colonizar humanos o animales domesticados y con el ataque al que las sometemos en consecuencia. De hecho, para Joakim Larsson, autor principal del estudio, la microbiota intestinal de humanos y animales domésticos, cuando recibe antibióticos, es un gran escenarios para la evolución de la resistencia.
El origen del SARS-CoV-2
Hay siete tipos de coronavirus humanos en total. Cuatro de ellos (HCoV-OC43, HCoV-NL63, HCoV-HKU1 y HCoV-229E) están muy extendidos y causan el resfriado común, mientras que los virus MERS-CoV, SARS-CoV y SARS-CoV-2 pueden causar neumonía atípica peligrosa. Los más cercanos evolutivamente son los dos últimos.
De acuerdo con los autores de una investigación (publicada en la revista Nature) que indaga la historia evolutiva del Covid-19, el SARS-CoV que tuvo un brote en 2003 y el SARS-CoV-2 pertenecen al subgénero de los sarbecovirus, que con frecuencia suele experimentar lo que se conoce como recombinación. Esto significa que dos virus de estas cepas, al infectar a un mismo animal, que suele ser un murciélago, pueden mezclar su material genético y dar lugar a variantes con características de ambos originales. Esto les da una gran variabilidad.
Sin embargo, explican, “el SARS-CoV-2 en sí mismo no es un recombinante de ninguno de los sarbecovirus detectados hasta la fecha”, y su capacidad de unirse al receptor ACE2 que tenemos los humanos, “parece ser un rasgo ancestral compartido con los virus de murciélago y no uno adquirido recientemente por recombinación”.
Un sarbecovirus (RaTG13) muestreado de un murciélago de la especie Rhinolophus affinis en 2013, coincide genéticamente en 96% con el SARS-CoV-2, por lo cual se considera que dio origen al brote actual de Covid-19.
Pero los autores muestran que el momento en que se dio la divergencia entre el SARS-CoV-2 y RaTG13 ocurrió entre 1948 y 1982, “lo que indica que el linaje que dio lugar al SARS-CoV-2 ha estado circulando desapercibido entre los murciélagos durante décadas”, pero fue hasta finales del 2019 que se dieron las condiciones para que pasara a los humanos.
Por otra parte, la zona de unión entre la proteína espiga (S) al receptor ACE2 es genéticamente más parecido a un virus de pangolín que de RaTG13, por lo se ha propuesto que los pangolines podrían ser una posible especie intermedia o reservorio, pero los autores del árbol filogenético del SARS-CoV-2 no lo consideran posible.
“La evidencia actual es consistente con que el virus ha evolucionado en murciélagos dando como resultado sarbecovirus de murciélago que pueden replicarse en el tracto respiratorio superior tanto de humanos como pangolines”, escriben. “No hay evidencia de que la infección por pangolines sea un requisito para que los virus de los murciélagos se transmitan a los humanos.
Epílogo, la amenaza evolutiva
En las últimas semanas hemos visto la evolución del SARS-CoV-2 en acción, pues ha creado tres nuevas variantes más infecciosas. SARS-CoV-2 tiene muy poco tiempo de haber pasado a los humanos y un mecanismo de autocorrección que reduce los errores de copia cuando se replica, pero se está replicando millones de veces cada hora por todo el mundo, así que las variantes van a seguir surgiendo.
Además, conforme más lo ataquemos, más posibilidades habrá de que, como las bacterias, genere mecanismos de protección o mejore su capacidad de dispersión. Se cree, por ejemplo, que el linaje B.1.1.7 surgió en un paciente que, por tener alguna inmunodeficiencia o estar inmunosuprimido, recibió grandes cantidades de plasma de convaleciente, ante lo que el coronavirus respondió mutando rápidamente.
Hasta ahora parece que no ha surgido una variante del SARS-Cov-2 que no vaya a ser susceptible a la vacuna o que sea más letal, pero ambas cosas podrían suceder.
Ante ese panorama, cada país debería tener mecanismos de detección, identificación, vigilancia y combate de esta enfermedad, de otras que puedan surgir y de la resistencia a los medicamentos que ya existen.
La teoría de la evolución no permite hacer predicciones sobre lo que va a suceder. Lo único que se puede saber con certeza es que los patógenos, guiados por la inteligencia evolutiva, van a ser cada vez más eficaces, y en México no parece que lo hayamos entendido.