El 24 de febrero de 2022 pasará a la historia como el día en que la guerra volvió a Europa. Los países de Occidente llaman a este conflicto “la invasión de Rusia sobre Ucrania”; y en aquel país “la operación especial en Ucrania”. El mismo hecho, pero visto desde diferentes ángulos. Hoy estas dos narrativas están en guerra. El objetivo final: la victoria.
El siglo XXI parece haber retornado a los tiempos de la Guerra Fría, cuando el mundo se dividió en dos bloques, los países aliados encabezados por Estados Unidos, y los no alineados, liderados por la entonces Unión de Repúblicas Socialistas y Soviéticas (URSS). Hoy, por supuesto, el planeta ya no es bipolar, más de dos potencias están combatiendo en el tablero de juego. No obstante, el mundo sí pareciera estar fragmentado en dos discursos. El proclamado por los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y sus aliados, y el de Rusia y países amigos como China, India, Irán, Cuba y Venezuela.
›De manera estricta, el conflicto bélico sólo les corresponde a dos naciones, pero los intereses y corazón geopolítico de este enfrentamiento transbordan fronteras. Por eso más que hablar de un combate armado hablamos de una lucha de persuasión y disuasión. La desigual y unilateral decisión de Rusia va más allá de los abusos e injusticias cometidos en Ucrania. Las grandes potencias y los actores involucrados están disputando su área de seguridad e influencia y defendiendo su interés nacional a través de alianzas, intimidaciones y sanciones.
Para Occidente este es un conflicto bélico, que inició con la invasión de Rusia sobre Ucrania. En los medios no dejan de reportar los abusos del régimen de Vladímir Putin, el número de refugiados, los detenidos y los fallecidos. No es para menos, al 16 de marzo el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos estimaba que 780 civiles habían muerto en Ucrania y otros mil 252 habían resultado heridos. En tanto que el gobierno ucraniano contabilizaba el asesinato de mil 300 soldados al 12 de marzo.
Las fotos de la destrucción del hospital de Mariúpol donde se resguardaban enfermos, niños y refugiados; las imágenes de Kiev siendo bombardeada; y las historias de los más de tres millones de refugiados que han tenido que abandonar sus hogares, su vida y su identidad han sido suficiente evidencia para que la Corte Penal Internacional aceptara la posible violación de Rusia de la Convención para la Prevención y la Sanción del Genocidio de 1948 y para que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, calificara hace unos días a su homólogo ruso de “dictador asesino” y lo acusara de ser un “criminal de guerra”.
En la superficie, la narrativa occidental se ampara en la defensa de los derechos humanos, en el respeto a la soberanía de Ucrania y en una actitud pacifista. Las raíces del discurso, sin embargo, son más profundas. A Ucrania, por supuesto, le interesa mantener sus territorios tras la independencia ilegítima de Donetsk y Luhansk hace unas semanas, y la separación de Crimea en 2015, así como asegurar la permanencia del actual gobierno, que se ha visto fortalecido durante el enfrentamiento. La idea central es cortar con la influencia rusa sobre el país, luego de la deposición del presidente ucraniano Víktor Yanukóvich en 2014, quien era muy cercano a Putin. De ahí la urgencia del país por integrarse a la OTAN y a la Unión Europea en los últimos años, pues la amenaza rusa iba en paulatino incremento.
En cuanto a Europa, la explotación del discurso antirruso tiene que ver con frenar el avance del Kremlin cerca de su espacio vital, con reformular la economía regional y con negociar mejores condiciones con Rusia, sobre todo en temas de gas, del cual dependen cerca de la mitad de sus importaciones.
Aprovechando el actual contexto, el 8 de marzo, la Unión Europea ya emitió un plan para reducir su dependencia a dicho recurso, amparándose en el desarrollo de otras fuentes renovables de energía y en otros proveedores. Pero por más que quieran defender la causa ucraniana, los recuerdos de las Guerras Mundiales aún pesan en Europa.
Un conflicto a gran escala no es atractivo para la región, mucho menos con la crisis económica y social que el mundo vive tras la pandemia por la Covid-19. Además, Ucrania no es miembro de la Unión e históricamente ha sido un espacio dominado por la influencia rusa, con menos lazos con el lado occidental del continente.
Una guerra con un ejército como el ruso, por demás, es una gran amenaza, por lo que la respuesta del bloque ha sido más política y económica que militar, contrario a lo que ha solicitado Ucrania. La narrativa se vuelve más compleja vista desde Estados Unidos, al ser un país lejano a la región, pero que es miembro de la OTAN, una organización heredada de la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa, debilitada, necesitaba protegerse de la URSS.
Antes de este conflicto, el expresidente Donald Trump había llamado a la organización “obsoleta” e “innecesaria”, pues según él ya había perdido todo propósito.
Estados Unidos, como representante autonombrado de la libertad y los valores democráticos, vio su liderazgo mundial disminuido durante el mandato de Trump cuando los intereses nacionales por encima de los exteriores y las decisiones controvertidas del mandatario dañaron las relaciones internacionales del país.
Con el ascenso de Biden, la política exterior estadounidense ha ido retomando la dirección por la que el país se caracterizaba, cancelando su salida del Acuerdo de París, por ejemplo. Sin embargo, lo ha hecho con grandes tropiezos.
El retiro súbito del ejército estadounidense de Afganistán, lo decepcionante de sus políticas migratorias y su incapacidad de resolver la crisis con China han marcado la corta administración demócrata.
Ante las próximas elecciones de 2023, la crisis con Ucrania se ha convertido en un salvavidas para el gobierno, pues ha consolidado una vez más su posición tanto al interior como al exterior del país. Para Estados Unidos, Rusia es un viejo enemigo. La lucha de dos narrativas y de dos modelos de desarrollo dominó ya una vez el escenario internacional y si bien con la implosión de la URSS en 1991, las relaciones habían mejorado considerablemente, Washington nunca dejo de ser un duro crítico de Moscú, y viceversa.
La influencia de Rusia sobre Cuba y Venezuela, el apoyo a gobiernos como el chino, iraní o norcoreano y el papel del Kremlin en el caso de Edward Snowden, son algunos roces presentes en las relaciones bilaterales de las últimas décadas.
Las tensiones, sin embargo, aumentaron en los últimos años, especialmente con el partido demócrata, dada la posible injerencia de Rusia en las elecciones presidenciales de 2015.
Los medios estadounidenses retratan la invasión de Ucrania precisamente desde esta perspectiva, basándose en la violación de los derechos humanos y en la severidad y crueldad del régimen ruso. Lo hacen sustentándose en hechos y en un sentimiento patriótico que destaca la posición de Estados Unidos como líder mundial. Es una narrativa, por supuesto, cercana al interés nacional y a la cultura y valores estadounidenses. Muy similar a la rusa, en este aspecto.
La narrativa de la invasión retrata a Vladimir Putin como la gran paria mundial. Sin embargo, en Rusia, el presidente cuenta con gran apoyo de su población. De acuerdo con la casa de encuestas rusa FOM, la aprobación de Putin ha aumentado en más de doce puntos desde el 20 de febrero, como resultado del inicio de la “operación especial”. Al 6 de marzo Putin goza del 76% de la conformidad entre sus gobernados, muy por encima del 43% de aprobación que tiene Biden, según reporta Reuters.
En Occidente se habla del gran número de protestas y la censura que existe en Rusia. No se equivocan. El 4 de marzo la Duma emitió una ley que sanciona hasta con 15 años de cárcel a quién divulgue “noticias falsas” sobre la guerra, razón por la cual, medios como BBC, CNN o El País decidieron cerrar sus corresponsalías. Portales noticiosos rusos como Dozh y Exo también fueron obligados a terminar sus operaciones, al ser acusados de promover actividades extremistas. Y al 18 de marzo, desde el comienzo del conflicto, 14,986 personas han sido detenidas en Rusia por protestar contra la invasión.
Este, sin embargo, es solo una parte del sentimiento que permea en Rusia. El bloqueo interpuesto como parte de las sanciones contra el país ha reducido el acceso de la población a medios alternos de información y debate (Facebook, Twitter, Instagram, etc), lo que ha generado molestia entre la ciudadanía y ha favorecido el discurso gubernamental de que hay una fobia internacional contra Rusia promovida por la OTAN y sus aliados.
El embargo tampoco ha ayudado. Rusia es el país más sancionado de la actualidad, con 7,087 acciones impuestas, 4,333 de las cuales fueron introducidas después del 24 de febrero, de acuerdo con datos de la consultora Castellum AI. No es sorprendente que la población resienta, entonces, cada vez más a Occidente. “Se va Coca-Cola, pero se queda Pepsi, ahora los rusos vamos a tomar Pepsi y Coca-Cola va a salir perdiendo”, comentaba una señora en una tienda de conveniencia el pasado 12 de marzo en la ciudad fronteriza de Bélgorod.
›El alto nacionalismo que existe en Rusia combinado con la censura de información gubernamental y el aislamiento y las sanciones interpuestas por Occidente ha fortalecido la narrativa del Kremlin.
Datos de una encuesta publicada por el Centro Panruso para el Estudio de la Opinión Pública (VTsIOM, por sus siglas en ruso) revelan que el 71% de los rusos apoyan la decisión del gobierno de realizar una “operación especial en Ucrania”, con el 70% de los rusos confiados en que las tropas tendrán éxito.
En la frontera cercana a Járkov, Ucrania, este sentir se respira en el aire. Los rusos se emocionan cada vez que ven pasar un avión militar, las personas detienen los camiones militares para regalar comida, agua y otros víveres a los soldados, y se han instalado centros de acopio en distintas partes de la frontera para los refugiados ucranianos que llegan a través del corredor Járkov-Bélgorod.
Para Rusia, la intervención en Ucrania era necesaria para ayudar a la población sometida por el régimen ilegítimo de Volodymyr Zelenski. Cabe recordar que el actual gobierno en Ucrania surgió de un golpe de Estado, sólo reconocido por Rusia en los acuerdos de Minsk de 2015, con la condición de que se respetara la autonomía de las regiones prorrusas, un compromiso que se cumplió parcialmente y que despertó malestar entre los rusos ante las actitudes xenófobas contra esta población. Actitudes que el Kremlin califica de nazistas.
En el fondo Putin busca asegurar el área de influencia de Rusia, a través de la no intervención de potencias extranjeras cerca de su frontera y la existencia de gobiernos cercanos al Kremlin en estas regiones. “¿Qué pasaría si Rusia pusiera misiles en México o en Canadá?”, cuestionó el pasado diciembre el presidente ruso, quien en más de una ocasión ha acusado a Occidente de ser “hipócrita”, pues dice que ellos también han llevado a cabo operaciones militares en otros Estados y no han sido sancionados con la misma severidad.
Cuando en 1991, la URSS se desintegró y algunas de las regiones que la conformaban se volvieron independientes, como ocurrió con Ucrania, se dio un acuerdo tácito entre Rusia y la OTAN de que la organización no se iba a expandir hacia el área de influencia de la exnación soviética. Tres años después, en el Manifiesto de Budapest, Ucrania acordó devolver a Rusia el arsenal militar y nuclear que guardaba de la URSS con la condición implícita de que no iba a ser invadida. Desde entonces la OTAN se ha ido acercando cada vez más a la frontera rusa como se entendió que no haría, y Rusia hoy está invadiendo Ucrania como prometió no sucedería.
Todos los países, en cualquier conflicto, tienen sus propios intereses, políticas y estrategias. Cada visión es enmarcada con base en ellos y se fundamenta en la cultura y valores de cada nación. El poco deseo que existe hasta el momento en el mundo por iniciar un conflicto bélico a gran escala, ha dado pie a una guerra de narrativas. Por un lado, la OTAN y aliados buscan obligar a Rusia a detener sus avances mediante medidas políticas y económicas, mientras que del otro, Rusia apuesta en continuar sus ataques sin ceder un ápice ¿Qué narrativa vencerá al final? Es imposible de saber, pero el cerco a Leningrado duró 872 días y la población rusa está del lado de Putin.
en Europa, la explotación del discurso antirruso tiene que ver con frenar el avance del Kremlin cerca de su espacio vital, con reformular la economía regional y con negociar mejores condiciones con Rusia, sobre todo en temas
de gas, del cual dependen cerca de la mitad de sus importaciones.