Ninguna persona puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni la persona ni el agua serán los mismos, decía Heráclito. Lo mismo se puede decir de las elecciones presidenciales.
Los estadounidenses de 2016 dinamitaron los programas ideológicos ortodoxos de los republicanos y los demócratas. Donald Trump, un outsider con olfato populista (ofrecer una especie de revolución del sistema, pero sin políticos), logró asimilar la característica que se repetía con mayor frecuencia en el electorado de su país, y que el diario The Financial Times atinadamente editorializó hace algunas semanas: cuando la gente está enojada no come estadísticas.
En 2016 las estadísticas económicas, las características del Obamacare o la política exterior no fueron los vectores que conformaron el contenido de la campaña ganadora de Donald Trump. Sí lo fueron las divisiones social y racial, pues agitaron las emociones de los estadounidenses.
El efecto mariposa cruzó el mundo de manera súbita. Una guerra civil siria, producida por los movimientos telúricos de la Primavera Árabe, provocó que 50% de su población se desplazara por el país o refugiara principalmente en Europa. Adicionalmente, la estela que dejó la crisis de 2009 se asentó en el mundo con forma de enojo social.
el dato. Trump estableció su posición sobre la inmigración una semana después de su toma de posesión, al cerrar las fronteras de EU a viajeros de siete países de mayoría musulmana.
Donald Trump tropicalizó lo ocurrido en Siria a través de la migración de mexicanos hacia Estados Unidos. La idea que impulsó el candidato outsider promocionado por los republicanos era muy clara: el mundo es nuestro enemigo y nuestros aliados nos ven la cara.
El Brexit, Trump, el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, la emergencia de partidos alternativos en España, los populismos en Polonia, Hungría, Turquía o México, son consecuencia de las tensiones sociales y raciales que se han ido repitiendo con mayor frecuencia en el último lustro alrededor del planeta.
En 2020 las actitudes de los votantes estadounidenses sobre aspectos raciales y de género están aún más divididas que en 2016 (Pew Research, 10 de septiembre de 2020). Sin embargo, el efecto Trump se ha ido diluyendo durante el gobierno, pero principalmente desde que la pandemia del nuevo coronavirus azotó en el país y el presidente subestimó el costo humano. La agenda electoral ha sido arrasada por el Covid-19, pero también por el movimiento Black Lives Matter. Dos temas que dejan mal parado al presidente, y lo peor, le han obligado ha dar un giro a lo que ofreció hace cuatro años: Make America Great Again.
La decisión que subyace en las urnas en las elecciones del próximo martes es una especie de plebiscito: sí o no a Donald Trump. ¿Es una estrategia equivocada? Tal parece que el bajo perfil del demócrata Joe Biden así lo confirma. Está, pero no está; protagoniza una campaña electoral, pero en realidad lo que comunica es una simple intención. Los focos de tensión y atención los eclipsa el perfil de Trump.
De Charlottesville a Mineápolis, el viaje del error
Donald Trump supo ser oposición en las elecciones de 2016, tanto, que se acomodó en la Casa Blanca a través del discurso divisorio. Escenario impensable para cualquier presidente del mundo. Entre todos los votantes registrados para participar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, el 44% asegura que es mucho más difícil ser negro que blanco; 32% dice que es un poco más difícil (Pew Research). Es decir, tres de cada cuatro estadounidenses que votará reconoce la desigualdad racial en su país. La proporción de votantes que dice que es mucho más difícil ser negro ha aumentado nueve puntos porcentuales desde 2016.
Si el estrato en estudio se enfoca a los demócratas, el 57% de los partidarios de Hillary Clinton respondieron hace cuatro años que era mucho más difícil ser negro que blanco. En la actualidad, la cifra ha crecido entre los que votarán por Joe Biden: 74 por ciento.
Es indudable que el tema racial se ha convertido en un tema que ya no genera rendimientos crecientes en la popularidad de Trump; sin embargo, parte de su legado destaca una mala noticia: el país está más dividido que hace cuatro años.
De Charlottesville a Mineápolis, el viaje del error. El 13 de agosto de 2017 en Charlottesville, Virginia, James Alex Fields Jr. arrolló a 20 personas, una de ellas perdió la vida, que protestaban en contra de una manifestación supremacista. La reacción de Trump fue imparcial, es decir, no condenó las acciones del grupo de ultraderecha: “Ambos lados” son culpables. Finalmente condenó el hecho, pero también criticó al grupo antifascista. El periódico The New York Times señaló que “nunca había llegado Trump tan lejos”. El presidente incubó en el corazón de la sociedad un rasgo poco común en la personalidad de cualquier mandatario: el odio hacia el segmento de la población no blanca.
El 25 de mayo de este año George
Floyd, afroamericano, perdió la vida en manos de un policía blanco que materialmente lo ahorcó. Donald Trump volvió a cometer el mismo error que en el caso de Charlottesville: no condenó el acto y polarizó una vez más a la sociedad. Unos días después de la muerte de Floyd salió de la Casa Blanca con una Biblia en la mano y se dirigió a la iglesia St. John, un acto hecho para la televisión. Minutos antes, miembros de la policía militar tuvo que despejar con gases la zona que había sido tomada por manifestantes que protestaban en contra de las posturas raciales del Presidente.
Black Lives Matter
La liga NFL de futbol americano atraviesa la demografía estadounidense, es decir, se trata de una de las herramientas de poder blando con la que se disipan los odios raciales. La solidaridad de muchos jugadores con George Floyd hizo que regresaran a colocar una de sus rodillas sobre la cancha, escena que ya se había visto desde el inicio del gobierno de Trump.
Black Lives Matter (Las vidas de los negros son importantes) nació en 2013 entre la comunidad afroamericana y a través de las redes sociales. Mediante el hashtag #BlackLivesMatter protestaron contra la absolución de George Zimmerman después de que había matado a Trayvon Martin, un adolescente de la comunidad afroamericana. El movimiento fue creciendo rápidamente. En 2015 los organizadores de Black Lives Matter pidió a los candidatos a la presidencia fijar sus posturas sobre los problemas de discriminación racial en Estados Unidos. No es necesario escribir la reacción del equipo de Donald Trump.
La retórica construida con base a teorías de la conspiración, han animado a grupos de ultraderecha a reforzar los rondines de sus vigías que buscan resguardar la ley y el orden que pregona el presidente.
Según datos del Southern Poverty Law Center, una ONG progresista de defensa de los derechos civiles, revela que existen más de 600 grupos de movimientos patriotas que exudan odio racial en sus reivindicaciones. De esa cifra, por lo menos existen 165 milicias que forman el ala armada del movimiento.
Una de las corrientes ideológicas que incentiva a muchos grupos de odio es la teoría del reemplazo, popularizada por el francés Renaud Camus. “No nos reemplazarán”, gritaban supremacistas blancos con antorchas en mano en Charlottesville. La frase también recarga de identidad al grupo neonazi Identity Evropa, renombrado en marzo de 2019 como Movimiento de Identidad Estadounidense.
Una de las primeras órdenes ejecutivas que firmó el presidente Trump fue con la que ordenó el veto migratorio a los musulmanes de varios países. Su decisión se correlaciona con el incremento de odio en Estados Unidos en contra de la comunidad musulmana. Pew Research reportó que el número de ataques en contra de sus miembros aumentó significativamente en 2016, superando el pico alcanzado después de los ataques terroristas el 11 de septiembre de 2001. En 2016 se reportaron 127 víctimas de agresión, en comparación de los 91 que hubo en 2015 y 93 en 2001.
44 por ciento de los votantes en Estados Unidos afirma que es mucho más difícil ser negro que blanco; 32% dice que es un poco más difícil.
Trump ha señalado al llamado grupo antifa (antifascista, de extrema izquierda) como culpable de la sacudida social que vive Estados Unidos, especialmente, desde mayo tras la muerte de George Floyd. “En su búsqueda de culpables (…) Estados Unidos designaría a antifa como organización terrorista”, publicó The New York Times el 2 de junio. Sin embargo, “los críticos del presidente señalaron que Estados Unidos no tiene una ley de terrorismo interno”. Generalmente los miembros de antifa usan tácticas similares a las de grupos anarquistas, como vestirse de negro y usan máscaras.
El término antifa se escucha desde 1946 en Alemania, usada por la oposición al nazismo.
No existen líderes en el conjunto que se agrupa alrededor de antifa. Sus integrantes hacen campañas en contra de acciones que consideran autoritarias, homofóbicas, racistas o xenófobas. Trump ha insistido que los demócratas están vinculados con antifa. Sin embrago, políticos como Nancy Pelosi se han desmarcado. En 2017, tras un conjunto de protestas en Berkeley, California, la hoy líder de la Cámara de Representantes señaló que “las acciones violentas de personas que se hacen llamar antifa” deberían de ser arrestadas (The New York Times, 2 de junio).
El costo de polarizar a la población rebasa los beneficios electoreros. Estos últimos los obtuvo Trump en 2016. Ahora, la moneda está en el aire, pero lo que se ha asentado en la sociedad estadounidense, es el odio a los otros.
La guerra cultural va a las urnas.