La Comuna del 68: ¡Volveremos siempre! (I)
Durante más de dos meses, los jóvenes sumaron simpatizantes de la sociedad con sus acciones de resistencia, pero el movimiento estudiantil sufriría un golpe del que no podría levantarse, aunque el espíritu de lucha ya estaba sembrado
Los espacios universitarios más emblemáticos habían sido tomados. Dentro y en los alrededores de Ciudad Universitaria, Chapingo, Zacatenco y el Casco de Santo Tomás, estaban las tanquetas, jeeps y los camiones con tropas de asalto del Ejército; también vigilaban y merodeaban los granaderos, policías y agentes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Los estudiantes se dispersaron y muchos de ellos se refugiaron en sus casas o con amigos. Los más de 200 delegados del Consejo Nacional de Huelga (CNH), quienes representaban a 70 escuelas, dejaron de reunirse, pues sabían que podían ser detenidos en cualquier momento, como había ocurrido con Luis Jorge Peña y Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca. Es muy probable que el delator haya sido Ayax Segura Ramírez, pues sus posiciones políticas ya habían conferido que se desconfiara de él, aunque mucho tiempo después se confirmaría que, en efecto, era un agente infiltrado de la DFS en el movimiento estudiantil.
Aunque faltaba más de un año de la sucesión presidencial, la clase política priista comenzó a lanzarse golpes bajos y el bullicio estudiantil fue una gran oportunidad. Fue así que los interrogatorios que incluyeron tortura a cargo del Ejército, hacia Jorge Peña y Cabeza de Vaca, se dirigían a incriminar al secretario de la Presidencia, Emilio Martínez Manautou, y al titular de Agricultura y Ganadería, Juan Gil Preciado, como los cerebros detrás del movimiento estudiantil. A pesar del tormento, los estudiantes no inculparon a ninguno de los funcionarios, ni siquiera delataron a sus compañeros. Aquel viernes 27 de septiembre —en el que fueron detenidos Luis Cervantes Cabeza de Vaca y Luis Jorge Peña— se desarrollaba un mitin en Tlatelolco, al que asistieron más de cinco mil personas. Los oradores hicieron un llamado a la unidad obrero-estudiantil y cuando un joven ferrocarrilero tomó la palabra, reiteró el apoyo y solidaridad al CNH. Ya casi al final, los organizadores convocaron a una marcha que partiría de la Plaza de las Tres Culturas hacia el Casco de Santo Tomás para exigir la salida del Ejército de las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional (IPN). La cita se escuchó en las viejas bocinas, sería en cinco días, la tarde del miércoles 2 de octubre.
Para entonces, el movimiento estudiantil había logrado resonancia internacional por la ocupación de las escuelas universitarias, el ataque y la detención de estudiantes y maestros afines. Los jóvenes de la Sorbona y Nanterre en París; Berkeley en Estados Unidos, y en las universidades de Berlín, Roma, Río de Janeiro y Uruguay se lanzaron a las calles exigiendo la salida del Ejército de los planteles con gritos solidarios dirigidos a sus compañeros mexicanos. https://youtu.be/-jpd3eqGFUU
La simulación
El lunes, el último día de septiembre, el gobierno dio un aparente viraje en su estrategia. Los soldados recibieron la orden de salir de Ciudad Universitaria y como llegaron de forma ordenada y simultánea, abandonaron el campus. Entonces, hubo un respiro y distensión en el ánimo estudiantil. “Todo parecía señalar un cambio de actitud en el gobierno. Si la represión no daba resultado, tal vez una medida política inteligente fuera la solución. Pero no fue así, faltaban muy pocos días para que el gobierno diera el siguiente paso, en la misma trayectoria de arbitrariedad que había sostenido desde un principio. Esta vez se cumpliría la sombría amenaza: ‘Hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos’”, escribió Luis González de Alba en su libro Los días y los años.
Ese mismo día, después de que se corrió la voz, se llevaron a cabo mítines en la UNAM, se reactivaron de nuevo las asambleas, los comités de lucha y las brigadas de acción. Ese 30 de septiembre se confirmó que el tercer mitin en Tlatelolco sería el miércoles. Al día siguiente, lo que parecía imposible días atrás, cobró forma: comenzó a plantearse el primer encuentro de diálogo entre representantes del gobierno y del Consejo Nacional de Huelga en la casa del rector Javier Barros Sierra, por considerarse un terreno neutral.
Ese martes 1 de octubre, el CNH se reunió en la Facultad de Ciencias. Fue una asamblea llena de ánimo renovado, optimista. Después de varias horas eligieron a tres representantes para acudir a esas primeras pláticas: Anselmo Muñoz, Gilberto Guevara Niebla y Luis González de Alba. Por la parte gubernamental acudirían Andrés Caso Lombardo, gerente de Pemex, y Jorge de la Vega Domínguez, director del Instituto de Estudios Políticos, Económicos y Sociales (IEPES) del PRI. En casa del rector iniciaron las conversaciones. Los delegados del CNH llevaban la encomienda de plantear tres condiciones a los representantes del gobierno: • El cese de la represión y la persecución. • La salida de las tropas que ocupan el Casco de Santo Tomás, junto con otras escuelas. • La liberación de todos los presos desde el día 26 de julio. Si se aceptaban esos tres puntos, avanzarían al pliego petitorio, aseguraron. De la Vega Domínguez se puso a la defensiva y soltó, de acuerdo con González de Alba en su libro Los días y los años: “Que él siempre había sido gobiernista y que llegaba a las pláticas como representante de un gobierno que etcétera (...) Le hicimos saber que tampoco el Consejo podía aceptar un diálogo con el gobierno en las circunstancias que ya conocíamos, pues sería tanto como permitir el imperio de la fuerza sobre la razón”.
De la Vega respondió: “Muy bien, entonces no tiene sentido seguir hablando”. Cuando todos estaban por ponerse de pie, Caso Lombardo intentó relajar la situación, se volvieron a sentar y siguieron adelante. Ya para terminar, los representantes del gobierno, que habían estado en todo momento en comunicación telefónica con el presidente Gustavo Díaz Ordaz, pidieron una nueva reunión para el día siguiente, la tarde del 2 de octubre. Nunca se realizó.
Los fusiles a bayoneta calada
En un cambio de estrategia, por la seguridad de los asistentes al mitin, el CNH decidió no marchar al Casco de Santo Tomás, sólo se limitaría a celebrar el mitin en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Los organizadores consideraron que no debía crearse una confrontación con los soldados que mantenían ocupadas las escuelas del IPN.
A las cinco de la tarde, la plaza lucía llena y en el ambiente era muy optimista. Se hablaba de unas 10 mil personas reunidas en la plancha, a pesar de que el sistema meteorológico pronosticó lluvias al atardecer. Los jóvenes celebraban 72 días de iniciado el movimiento. Platicaban en grupos, sonreían y se acomodaban entre los espacios. Allí estaban con sus carteles, banderas utópicas que enarbolaban la esperanza. Algunos comenzaban a lucir barba y largas melenas, estilos poco aceptados por las buenas conciencias; las muchachas, con sus minifaldas y vestidos multicolores, pero las más lanzadas ya portaban pantalones, una prenda que todavía era mal vista en las mujeres. Estas imágenes demostraban que los tiempos estaban cambiando. La plaza también congregó a obreros, ferrocarrileros, electricistas, empleados, oficinistas, padres de familia y hasta ancianos. Entre ellos vendedores de paletas, dulces y aguas.
En las bocinas retumbaba la voz de los oradores. Algunos leyeron sus discursos hechos en hojas improvisadas, otros se lanzaron con voz en pecho con frases espontáneas. Los estudiantes aplaudían, rechiflaban y levantaban el puño. De pronto, dos helicópteros que sobrevolaban la zona cada vez a una distancia más baja. Eran las seis de la tarde. El crepitar del ruido metálico horada la tarde, la violentó y al momento uno de ellos lanzó dos bengalas luminosas, una señal imposible de decodificar, pero que daría paso a las balas. Lo sucedido en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco va más allá de toda lógica de guerra convencional. El Batallón Olimpia disparó sin compasión a una plaza donde había jóvenes, mujeres, hombres, niños y ancianos, todos indefensos.
La masa de gente se contraía a cada momento, pues mientras desde el edificio Chihuahua “los del guante blanco” —como se identificaba el batallón de la muerte—, rafagueaban la plancha. Si la gente intentaba escapar por la zona arqueológica o por los costados, los soldados venían de frente con los fusiles a bayoneta calada, haciendo un abanico y copando todos los frentes sin dejar una salida para huir. Juan Ibarrola, reportero de la Agencia Mexicana de Noticias (Amex), en una cinta magnetofónica captó el ruido de la fusilería procedente de diversos ángulos y calibres, y el tableteo de las ametralladoras: —¡Estoy herido! ¡Llamen un médico!, grabó el reportero, quien refirió que el asalto al Casco de Santo Tomás “fue un juego”, comparado con lo vivido aquella tarde, donde el fotógrafo que lo acompañaba sufrió un ataque de histeria al ver cómo se desplomaban los cuerpos de estudiantes y soldados.
Los segundos, minutos y horas parecieron siglos. Fueron casi dos horas de intermitentes disparos. Comenzó a llover. Algunos lograron huir y centenares fueron detenidos. Los muertos y heridos, hasta ahora quedaron en un número desconocido. Los departamentos de Tlatelolco fueron cateados por los soldados. Buscaban armas y las encontraron todas “de alto poder”. Un cabo, se informó de manera oficial, recibió un disparo con bala expansiva y el general José Hernández Toledo resultó herido con un R-18, arma que entonces utilizaba la Marina de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam. Los cuerpos ensangrentados de los estudiantes, obreros y de los transeúntes que salía de sus casas o que venía del cine más cercano, estaban desperdigados en toda la plaza, eran llevados hacia los carros. El director de prensa y Relaciones Públicas de la Presidencia de la República, Fernando M. Garza, hizo las primeras declaraciones aunque fueron extraoficiales. Se quería acabar con el “foco de agitación” y garantizar la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos, dijo entonces.
Pálidos, aterrados y exhaustos, con la camisa por fuera empapada en sudor y el rostro lleno de lágrimas, jóvenes describieron las imágenes de sus compañeros cayendo al suelo, de la sangre que manchaba el piso, de los cartelones pisoteados, del olor a pólvora, de la angustia, los gritos y del seco estruendo de cada bala. Aquella fue una noche demasiado larga, pero al día siguiente la plaza estaba limpia y vigilada y en pocos días el país estaba oficialmente en aparente calma. Pero la semana siguiente traería consigo una turbulencia que sólo se dirimió en los periódicos de la época: el linchamiento moral de las víctimas de la masacre, el silencio de la sociedad ante la complicidad del clero, la radio y la televisión que ni siquiera consignaron lo ocurrido en la Plaza de las Tres Culturas. El 22 de julio de 1968 todo había comenzado en la preparatoria Isaac Ochoterena. Diez semanas después de esa fecha, allí mismo, en la pared de la fachada de la escuela, del lado izquierdo de la puerta de entrada, un alumno escribió aprisa con enormes letras oscuras, una advertencia, aunque en ese momento daba la sensación de ser un epitafio: “We will come forever… volveremos siempre”.
Testigos de Tlatelolco
No era la primera vez que se celebraba un mitin en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, pero la del 2 de octubre de 1968 sería la definitiva en ese año.
Asumo íntegramente la responsabilidad personal, ética, social, jurídica, política e histórica, por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado❞. Gustavo Díaz Ordaz, presidente de México en su Sexto Informe de Gobierno, el 1 de septiembre de 1969.
Una mano está tendida; los mexicanos dirán si esa mano se queda tendida en el aire❞. Luis Echeverría Álvarez, secretario de Gobernación en 1969.
El 2 de octubre mutiló nuestros corazones (…) es probable que su lección nos sirva (…) para no permitir que en el futuro gente perversa y traidores a la patria sigan corrompiendo a la juventud❞. Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
Confiaremos en la mala memoria de la gente/ ordenaremos los restos/ perdonaremos a los sobrevivientes/ daremos libertad a los encarcelados/ seremos generosos/ magnánimos y prudentes❞. Tlatelolco 68, Jaime Sabines. Poeta.
La plaza amaneció barrida; los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo. Y en la televisión, en el radio, en el cine no hubo ningún cambio de programa, ningún anuncio intercalado ni un minuto de silencio en el banquete❞. Memorial de Tlatelolco, Rosario Castellanos, diplomática y poetisa.
(Los empleados municipales lavan la sangre en la Plaza de los Sacrificios)/Mira ahora, manchada antes de haber dicho algo que valga la pena, la limpidez❞. México: Olimpiada de 1968. Octavio Paz. Diplomático y poeta.
Y aquí de la muerte: aquí, los cauces periféricos de la agonía; los ametrallados sin saberlo. Banderas de vidrio. Sol, aludes otoñales de luz podrida❞. Rubén Bonifaz Nuño. Poeta.
Se ha colado la sangre entre las piedras. Irremediablemente está incrustada en la piedra/El tezontle parece sangre/Había belleza y luz en las almas de los muchachos muertos/querían hacer de México morada de justicia y verdad❞. José Emilio Pacheco. Poeta.
Fuentes: Hemeroteca Nacional: periódicos La Prensa, El Sol de México, Excélsior, El Universal, El Día, The Guardian, Chicago Times, Miami News Record. Revistas Alerta y Por qué? Libros: Los días y los años, La noche de Tlatelolco, El 68. La tradición de la resistencia, El libro blanco del 68, El 68 no existió.
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