Intentar convencerse de que la vida sigue siendo igual es inútil. Por lo pronto algo sí es seguro, este virus arrasó de alguna forma con la infancia, y nos hizo vivir el miedo. Ahora sabemos que nuestra idea de control de nuestra vida, era falsa.
Se ha ido desdibujando la noción de los días; la rutina se ha tornado enfermiza, desgastante, y el insomnio, cada día, te roba más y más. Las horas de confinamiento, que en su transcurrir evocan, como si se tratara de una jaqueca constante, las preguntas: ¿estará bien mamá? ¿no habrá olvidado papá ponerse el cubreboca? ¿habrán conseguido el sanitizante? ¿seré contagioso?¿y si muero?.
La mente se desata por culpa del miedo. Miedo a saludar de mano, miedo a estar muy cerca de la gente formada en la fila para entrar al súper, miedo a tocar los torniquetes y el pasamanos del Metro, miedo a que alguna de las otras 15 personas con las que viajas encerrado a bordo de una combi, por al menos 45 minutos, esté enferma o simplemente no traiga puesto el cubrebocas. Miedo, miedo, miedo…
Si hubiéramos sido un poco más estoicos nos habría costado menos trabajo adaptarnos a estas pérdidas, pero descubrimos que no lo somos, por el contrario, creíamos que teníamos el control de nuestra vida y Covid-19 nos mostró que no.
Hace poco Yuval Noah Harari, aseguró a El Confidencial que “el gran problema no es el virus, el gran problema son los demonios interiores de la humanidad. Tenemos el conocimiento científico para solucionar esta crisis, pero no la sabiduría política para hacerlo”.
Estos son algunos retratos que dibujan 10 meses en los que, desde diferentes trincheras, hemos vivido pérdidas, de cara a una realidad incierta, en la que pareciera que lo que nos mantiene es aferrarnos a que volveremos a ser los de antes en nuestra vida cotidiana.
El virus que arrasó con la infancia - Norma Montiel
Son casi las siete de la noche, el frío arrecia, Camila se detiene, pega sus manos y su cara en el cristal, con notable emoción observar al perro labrador que está en el veterinario. ¡Mira mamá el perrito!, grita mientras brinca y no aparta la mirada del lomito color miel que también la ve.
La pequeña Camila tiene siete años, desde hace un par de meses tuvo que salir a trabajar junto a su madre vendiendo mazapanes y cacahuates por las calles. Antes de la pandemia su mamá, Sandra, una mujer de unos 25 años, trabajaba tres veces por semana haciendo la limpieza en un departamento, pero en abril cuando los casos de Covid-19 comenzaron a despuntar “le dieron las gracias”.
Al ser madre soltera y único sustento de su hogar, Sandra tuvo que buscar otro empleo, sin embargo, fue más complicado de lo que comúnmente sería, muchos negocios estaban cerrando o haciendo recorte de personal, afortunadamente el local de antojitos en el que trabaja el fin de semana se ha mantenido, pero al no alcanzarle ese ingreso decidió salir a vender dulces.
Sin escuela ni poder dejar a la menor con algún familiar, Sandra y su pequeña hija caminan por varias horas ofreciendo dulces entre los tenderos y locatarios o las personas que encuentran a su paso para poder a completar el gasto del día, aunque el riesgo de contagio esté latente.
Camila no es la única, la historia se repite en decenas de niños y niñas que tuvieron que salir a trabajar para apoyar con el gasto.
Ahora en un semáforo es común ver a un pequeño de no más de 10 años con la cara pintada de blanco y nariz roja “pidiendo permiso” a los choferes para subir a los camiones a hacer un truco o contar un chiste a cambio de una moneda.
Más adelante, en otro crucero una mujer sujetar de la mano a una pequeña de unos cinco años con un bonito cubrebocas de unicornio, mientras suben a un microbús a ofrecer 3 chocolates por 10 pesos.
Así entre malabares, rostros de payaso y ofreciendo dulces pasan los días. Sí, Covid los dejo sin escuela, sin comida, sin amigos, sin juegos y sin infancia.
Adiós a la calma - Juan Carlos Rodríguez
El grito del señor del gas dejó de ser un sonido rutinario y, de un momento a otro, se convirtió en una señal esperanzadora de que afuera las cosas no habían colapsado. Lo mismo el pregón del tamalero, el silbato del afilador y la chicharra del que vende el pan.
Mientras ellos siguieran pasando por la calle —pensaba yo desde mi reclusión forzada— quería decir que no había desabasto y que, aún con limitaciones, no era hora de que el caos acabara con todos. La pandemia nos robó la calma y la confianza en el mañana.
Mi padre, que desde hacía 40 años había deleitado con su canto a miles de personas en fiestas y bares, ahora se veía desempleado y deprimido porque la voz, su herramienta de trabajo, se había transformado en un arma letal. La familia perdió al artista.
Mi madre, que con su memoria prodigiosa para cumpleaños y aniversarios, era la principal promotora de reuniones familiares, ahora caía en la cuenta de que la cosa que más amaba se había convertido en una actividad criminal que ponía en riesgo a todos sus seres queridos.
Mis hijas, que durante meses se habían preparado para realizar una estancia en Canadá, debieron deshacer las maletas; el mundo que parecía abrírseles, ahora se les mostraba inhóspito y sus círculo de afectos ahora dependía de las redes sociales.
Mi mujer, que a finales del año pasado perdió el empleo, no tuvo tiempo de lamentar su infortunio y pronto se descubrió como el enlace con el mundo exterior: para surtir la despensa, ir por las medicinas, hacer trámites, llevar los cuadernos del niño a la escuela…
Somos afortunados porque no hemos perdido a un familiar o a un amigo a causa de la Covid-19, y eso creo que sólo se paga escuchando a los otros, dando aliento y ofreciendo la mano a quienes hayan sido más golpeados en el espíritu.
2020, el año en que glorificamos la ignorancia - Manuel Lino González
Como periodista, me he especializado en temas científicos desde hace unos 10 años; aunque el tema me interesaba desde antes de empezar mi licenciatura en biología hace más de 35.
En ese tiempo, he visto crecer una comunidad que pasó de la divulgación de la ciencia o del periodismo en general, a buscar la oportunidad de hacer periodismo sobre la ciencia o con base en la misma para cubrir mejor temas de interés público y, por supuesto, atender el interés del público con los descubrimientos sobre el universo en que vivimos, los seres con que convivimos y de nosotros mismos.
A principios de 2016, periodistas de ciencia en activo, profesores de la materia, estudiantes y encargados de oficinas de información en instituciones científicas, integramos la Red Mexicana de Periodistas de Ciencia (RedMPC).
En términos generales, vemos a la ciencia y su comunicación oportuna y responsable como herramientas que ayudan, por un lado, a empoderar a los ciudadanos, darles información para tomar mejores decisiones y combatir las tremendas desigualdades que hay en este país en la repartición del poder económico, político e intelectual; por otro lado, creemos que la cobertura los temas de ciencia, tecnología, salud, medio ambiente e innovación deben contribuir a las políticas públicas del país.
Desde inicios de la actual administración, fue evidente el desprecio que había por el conocimiento científico y quienes lo generan, las decisiones de política pública se toman sin bases técnicas y, en lugar de tratar de corregir las numerosas fallas que tiene nuestro sistema de ciencia, tecnología e innovación, pareciera que más bien se ha tratado de destruirlo. Los ejemplos sobran.
Con la llegada del coronavirus SARS-CoV-2, pensé que en la comunidad de periodistas de ciencia teníamos la oportunidad y la obligación de servir al público como nunca antes; la gente necesitaba saber cosas como qué es un virus, cómo funcionan las vacunas o si hay en México la capacidad para combatir la amenaza.
El gobierno tenía la oportunidad de recurrir y apoyarse en la comunidad científica para atender la emergencia de la mejor manera posible, pero sucedió todo lo contrario: prácticamente no ha habido fondos para hacer investigación sobre covid-19 y los pocos que hubo llegaron tarde; no ha habido debate científico sobre las mejores prácticas y solo han tenido voz el subsecretario de Salud y la titular de Conacyt, que no representan a la comunidad científica nacional sino los intereses del presidente.
Para colmo, contraviniendo la ley y un juicio de amparo, Conacyt dejó de financiar al organismo donde estaba representada la comunidad de ciencia, tecnología e innovación, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico. El menosprecio alcanzó su punto máximo con la desaparición de los 91 fideicomisos dedicados a la materia, entre los 109 que debían atender otros temas prioritarios.
Aunque ya están llegando las vacunas, la pandemia va a durar al menos un año más, pero sus consecuencias económicas y la infodemia van a durar mucho más; para enfrentarlas, parece que el gobierno seguirá recurriendo sólo a la ignorancia y el capricho.
Dentro de los límites - Jorge del Angel
Sin duda la mayoría de los artistas necesitan crear en espacios vacíos, silenciosos e íntimos pues dicen, que la concentración fluye mejor en ambientes solitarios y castos. Desafortunadamente, como artista visual, este no era mi caso.
Hace dos décadas me acostumbré a pintar en cafés atestados de visitantes que sin pena alguna se quedaban parados al lado de mi mesa mirando por minutos los trazos que se conducen sobre el papel.
La gente, como los gatos, es curiosa y de inmediato pasaban de mirar a preguntar sobre la técnica, el significado del dibujo y sin pudor hasta interesarse sobre ciertos asuntos de mi vida, -“desde cuándo es artista?”, “vive del dibujo o tiene un verdadero trabajo?”, no lo regañaban por pintar las paredes de chiquillo?”- y así, preguntas de una conversación ligera pero satisfactoria.
La calle y sus comercios me generaron un proceso de creación donde las ideas no frenaban aún en un ambiente ruidoso, sin concentración aparente pero particularmente funcional.
Diariamente cargaba con el portafolio lleno de lápices, gomas de borrar, frascos con acrílico, papel en varios tonos, algunas veces lienzos medianos e ideas en la cabeza para instalar mi templete sobre mesas manchadas de mantequilla.
Pasé de las cafeterías a librerías, parques, centros comerciales, iglesias y alguno que otro mercado, siempre con admiradores “fisgones” que generaban debates estéticos sin ninguna pretensión, buenos anfitriones para invitar el café a fin de entablar una amistad efímera con el artista.
A finales de abril de este año, cuando en México alcanzamos las 1700 muertes por Covid mi familia y yo habíamos dejado de salir de casa. La consigna fue aislarnos, agazapados mientras crecía nuestra obsesión por informarnos en redes sobre el virus y sus modos de exterminio.
De un día para otro perdí el contacto con los espacios públicos donde pintaba, perdí el roce con los individuos que se cruzaban por mi camino, dejé de transitar, de cruzar avenidas, de escuchar el bullicio sin identidad ni rostro, perdí el diálogo con desconocidos, la intromisión y por momentos la creatividad.
Confinarse deriva del latín “encerrarse dentro de un límite”, al hacerlo fracturé parte de mi humanidad.
Para finales de agosto, habían fallecido familiares y amigos, algunos otros estaban bajo contagio, sentía una frustración melancólica la cual me hizo entender que atravesaba por un proceso de duelo.
Opté por organizar lo que nunca había organizado, un pequeño estudio en el departamento, que me permitiera reactivar mi actividad artística, comencé a dibujar e ilustrar con la misma frecuencia de antes del encierro.
Cambié el deambular por la ciudad a deambular por la cocina, el comedor y las recámaras. Transformé el diálogo con desconocidos a diálogos de los amigos vía zoom.
Emocionalmente encontré un equilibrio al caer en la cuenta de que uno puede inventarse sueños de fuga y escapar de realidades incómodas.
Dejo un momento de dibujar y miro a mi pequeña hija de seis años que lleva el mismo tiempo en aislamiento, más de siete meses sin visitar el colegio, extrañando a los amigos, los juegos del parque y a su abuela que vive al otro lado de la ciudad. Sin duda ella también tiene sus sueños de libertad originados desde una caja de cartón, con la que construye ciudades que se imagina, pinta en la pared dos o tres personajes que la acercan a la felicidad.
En este encierro, ella me ha enseñado varios trucos para ser libre.
De la incredulidad a la impotencia - Claudia Serrano
El 2020 comenzaba como un año más con nuevos retos personales y laborales, reflexionando lo que hice y lo que no concluí el año anterior.
pero a finales de enero, cuando se escuchaba la situación de una posible epidemia por Covid-19, que atravesaba Wuhan, China, mi jefe pronto reflexionó sobre lo que se podría desencadenar a nivel mundial.
Yo, al no conocer y no entender la magnitud, seguí sus indicaciones para hacer un plan de trabajo ante una posible contingencia sanitaria, coticé mascarillas N95 (no las conocía), investigamos las medidas preventivas y lo más cercano que encontramos fueron las recomendaciones de la época de influenza H1N1, como lavarse las manos continuamente, si no era posible, utilizar gel antibacterial, comer frutas y verduras, alimentos ricos en vitamina C, no saludarse de mano ni de beso, por ejemplo.
Pasaron días y cada vez los casos de contagio incrementaban y se veían más cercanos al continente americano, aun así, no dimensionaba lo que vendría al país, me cuestionaba si mi jefe tal vez estaba siendo demasiado precavido, o si esto sería parte de un plan político, realmente no tenía certeza, porque no lo veía.
Cuando escuché el anuncio del primer caso en México, mis jefes nos dieron la indicación de hacer trabajo a distancia, en ese momento, sentí mucha incertidumbre de lo que estábamos viviendo, de igual manera seguimos instrucciones y aunque fue un poco difícil al principio, al final (aunque no sabemos cuándo es el final de esta contingencia) nos adaptamos a esta nueva forma de trabajo.
Así, he transitado de la incertidumbre, por no saber ¿qué pasará y por cuánto tiempo?, al miedo de convivir con familiares y amistades y que podamos resultar contagiados y que esto nos puede llevar hasta la muerte.
De la tristeza, al principio por ver las calles solas, en silencio, después por no convivir con familiares y amigos, a la sensación de perdida de libertad y al final de conformarme en quedarme en casa.
En estos meses también ha habido esa fuerte sensación de impotencia al saber que familiares cercanos se contagiaron, incluso mi hermana y no poder apoyarla. O incluso ver el aburrimiento de mi hijo, un chico en plena pubertad, que tiene que conformarse con hacer actividades solo en casa sin sus amigos.
Los abrazos de pronto tuvieron valor - Brenda Mireles
La condición natural de las personas es dar por sentado todo cuando las cosas marchan bien, y yo no soy la excepción. Di por sentado que podría salir cada fin de semana al centro, a algún museo o exposición.
Las visitas a mis cafés favoritos para leer, descansar y platicar. Consideré seguros y normales mis viajes a San Luis Potosí para ver a mi familia cada pocos meses, y algo inamovible las visitas de mi madre al menos 3 veces al año.
Incluso cuando se trataba de algún viaje ocasional con mi pareja, la posibilidad siempre estaba ahí. No había siquiera necesidad de plantear o imaginar un escenario donde esto no fuera posible.
Y aunque no soy una persona muy sociable, nunca visualicé que las fiestas familiares se suspenderían o que hasta serían motivo de conflicto ante el peligro por la Covid, ya que nunca falta la persona a la que se le dificulta aceptar la realidad. Cosas en las que mostraba desinterés como un abrazo de pronto tuvieron valor.
Incluso actividades tan sencillas como salir a comer una hamburguesa pueden verse ensombrecidas ante la noticia de un nuevo familiar contagiado, o simplemente alguien conocido ha sido entubado.
La pandemia no es personal; mi madre tuvo cáncer, mi abuela y mi suegra son diabéticas, algunas de mis tías tienen obesidad. No se trata de mi estilo de vida, se trata de contribuir con un granito de arena a mantenerlas protegidas a ellas y a otras tantas personas que lo necesitan.
Al final del día, todo se reduce a decisiones, y hasta el momento no hay nada que valga la pena el arriesgar la salud de las personas vulnerables a mí alrededor.
Estar con todos los sentidos - Elizabeth Velázquez
Quizá las cosas más simples son las que mas falta me han hecho durante todos los meses que ha durado la pandemia. Al temor inicial, le siguió un profundo desconcierto que, a veces, se mezclaba con rabia e impotencia al no poder controlar lo que sucedía a mi alrededor, hasta que, poco a poco, el miedo se hizo parte de lo cotidiano, y dio paso al aburrimiento total, ese que permitía a mi cabeza imaginar los peores escenarios.
El coronavirus me arrebató todos los espacios en los que convivía con otros, y en los que también era feliz. Me encerró entre unas cuantas paredes y me hizo temerosa de explorar el mundo que, meses antes, recorría gustosa con mi cámara o mi libreta. Cerró las puertas de todos los lugares donde, por irónico que parezca, me gustaba esconderme del mundo, y al mismo tiempo me alejó de amigos y familia, pero también de una parte de mi.
Con el paso del tiempo entendí que muchas de las cosas que hacía en el mundo exterior se podían sustituir gracias a las miles de aplicaciones o soluciones digitales que la pandemia trajo consigo, pero, había algo que ningún tipo de tecnología podía remplazar, y eso era la cercanía, el contacto o el simple hecho de estar --realmente estar con todos los sentidos-- frente a otras personas.
Quizá lo más tonto, de entre las cosas que comencé a extrañar, fueron los torneos de Pokemon Go, y todo lo que significaban; en poco tiempo entendí que lo que menos necesitaba era la competencia, que de alguna forma se adaptó, como casi todo, a la pandemia; pero si que extrañaba a mis amigos y las pequeñas reuniones que hacíamos después de cada evento.
Pensar en una reunión con más de 20 personas en mi pequeño departamento resulta absurdo en estos momentos, pero hace menos de nueve meses era algo tan regular que, de hecho, los sábados que no nos reuníamos parecían extraños o tristes; pues bien, desde marzo casi todos los fines de semana son así, sin reuniones, sin tacos, sin canciones, sin torneos, y sin gran parte de mis amigos.
Mi ansiedad se alimentó por meses de la posibilidad de perder a cualquier de mis seres queridos en manos de la pandemia; la sola idea de enfrentar, en carne propia, a ese virus al que diariamente le seguía la pista entre reportes y cifras, me estremecía hasta el punto de intentar controlar cosas que no estaban a mi alcance, y que por el contrario sólo aumentaban ese peso en mi pecho.
Pero no se puede correr por siempre, y la pandemia me alcanzó, con toda su realidad, un domingo 6 de septiembre, cuando el teléfono sonó para confirmar que todo aquello que había temido por meses se materializaba en solo unas horas. Entonces entendí, que incluso en la muerte de un ser querido las reglas seguían siendo las mismas: sin reuniones, sin abrazos, sin consuelos.
Lo que esta crisis nos ha arrebatado no son lugares o actividades, lo que nos ha robado son personas y momentos a su lado, no se trata del concierto o cena a la que dejaste de asistir, sino con quien dejaste de pasar ese tiempo, y en el peor de los casos, se tratará de un vacío eterno, un tiempo que no se podrá concluir nunca, porque para muchos, la pandemia nunca terminó.
Se pierde más que una experiencia - Amaranta Ruiz
¿Qué he perdido este 2020 en la pandemia? La sensación de seguridad, salir a la calle hablar o acercarme a un extraño o conocido sin que me provoque una sensación de molestia que antes no tenía.
Llevo 10 años viviendo en esta ciudad y aprendí a desarrollar una tolerancia hacia las otras personas en multitud, algo que en mi vida me permitió tener cierta tolerancia hacia las situaciones incomodas pero cotidianas de la ciudad: ir en el transporte público, hacer fila, estar en una multitud en algún evento o concierto… ahora me aterroriza pensar en encontrarme en una situación así.
Este año me había prometido estar más en contacto con mis familia en Oaxaca, intentar viajar los fines de semana, pero eso se canceló completamente, así que no puedo evitar pensar que me quito a mi tierra.
¿Que qué perdí con todo esto? Pues hacer crecer mis relaciones, mis amistades, mi vida en familia, mi vida en pareja, incluso mis futuras convivencias y experiencias que deseaba fervientemente.
Por ejemplo, con mi grupo de amigos cercanos hacemos una fiesta de cumpleaños, en donde primero hacemos una foto del cumpleañero con los globos, luego pastel y luego fiesta, la última que hicimos fue en diciembre y después seguía mi cumpleaños… Esa experiencia fue algo que esperaba desde enero, febrero, marzo… pero en abril se eliminó.
Me di el gusto todavía de pensar que en octubre o en diciembre podríamos revivirlo sin que necesariamente fuera mi cumpleaños… pero todo parece indicar que no será pronto.
Perdimos cumpleaños, perdimos la cena de 15 de septiembre, la cena de navidad, perdimos nuestros brunches… perdimos esos momentos juntos que nos hacían muy felices … sé que debo ver el lado positivo y pensar que solo he perdido momentos y no personas cercanas… pero ahora tampoco puedo decir que no ha pasado.
Perdí a mi tío abuelo que no era muy cercano pero tampoco era alguien que debió haberse muerto… era grande, si; tenía un mal cardiaco; si, hipertensión; podría decirse que tenía sobrepeso pero sigo pensando que no debió haber pasado…
Ahora perderé la fiesta de año nuevo de mi familia materna, somos un gran grupo y honestamente siempre me paso el año esperando la fiesta, verlos, bailar con ellos, comer el recalentado, romper las piñatas, hacer robo de regalos, reírnos todos y estar felices de vernos todavía todos juntos.
Les he pedido que no se reúnan; mi hermano menor que en su propia casa y en su grupo cercano ha visto la muerte por Covid de frente y a la cara, les ha pedido que lo cancele, que sea una fiesta de cada familia, pero todo parece indicar que un grupo se juntará y que viajara desde distintos estados de la República para hacer la fiesta…
Yo no comprendo, que ellos, teniendo conocidos, ahora parientes que han muerto estén tan confiados de que no va a pasar nada… he terminado sintiéndome hacia ellos con envidia (por su ligereza), enojada ( por que no me escuchan), indiferencia (para que no me duela), y tristeza…
Así que si algo también he perdido un poco es fe en las personas, en su capacidad de ser empáticos con los otros… y en el caso de las personas que conozco y se exponen (aun cuando las quiera) he perdido respeto y admiración.
Ahora solo espero que eso sea lo único que siga perdiendo, experiencias y no personas.
Un gran hombre - Lizbeth Alcántara
Soy una persona creyente y hace apenas unos 15 días aproximadamente, estaba en la sala platicando con mis padres y poniéndonos de acuerdo para ir a La Villa a agradecer por un año más de vida, con salud y estar todos juntos.
Pero el 24 de noviembre todo cambió, mi papi se sintió mal y lo llevamos a urgencias de una clínica del IMSS, uno de los lugares que había agradecido por no tener que visitar, pero estábamos ahí, pidiéndole a Dios para que mi papi saliera pronto y bien. No ocurrió, falleció de un infarto a sus 64 años y no pudieron hacer nada los médicos.
Este 2020 se llevó a un excelente ser humano, un hijo, un esposo, un padre, un abuelo, un hermano, un tío excepcional y único, el cual se sentirá su ausencia día a día por el resto de nuestras vidas. Se llamaba Austreberto Alcántara Sanchez y lo amaba.