De corrupción y de plazos
Una verdadera gesta anticorrupción representa un esfuerzo que puede llevar varias administraciones y quizá un par de generaciones; una meta que jamás alcanzaremos si seguimos jugando al Sísifo, cargando una piedra descomunal por la pendiente para que al final de sexenio caiga de nuevo y volvamos a empezar
Resulta natural que las administraciones emanadas de las diferentes alternativas políticas de nuestro país, o cualquier otro, deseen asociar sus tiempos en el poder con el logro de hitos en diferentes áreas del ejercicio público. Sin embargo, los problemas públicos son de suyo complejos y añejos y su genuina solución lleva varios años, generalmente décadas.
Pobreza, atraso educativo, desigualdad social y económica son verdaderos retos que requieren de esfuerzos concatenados entre administraciones para poder lograr un impacto en el mediano o largo plazo. Pretender que la medida de los problemas de México se ciñe a los linderos de un sexenio no sólo es iluso sino de talante autoritario.
Durante años la ausencia de alternancia política llevó al razonamiento facilón y errado que el problema era intrínsecamente el partido en el poder, y aunque ciertamente un ejercicio del poder inmune a la voluntad de las urnas es nefasto y un grave problema en sí mismo, la alternancia vino a mostrarnos que los complejos problemas públicos no se resuelven ni por arte de magia ni de alternancia.
La corrupción en nuestro país es uno de esos problemas de complejidad considerable que requiere de todo el talento, empeño y fuerza que el Estado Mexicano pueda convocar. El Estado como tal no conoce de sexenios, prevalece a través de los mismos, por lo que sus principios y propósitos no pueden estar sometidos al capricho o designio de ninguna fuerza política que ocupe el gobierno. Mientras que los gobiernos van y vienen, el Estado permanece, por lo tanto, aunque resulte válido que la lucha contra la corrupción forme parte de la agenda de un gobierno, en realidad se trata de una cuestión de Estado.
El Sistema Nacional Anticorrupción es un esfuerzo de coordinación, de Estado, que considera diferentes instituciones pertenecientes a los tres poderes y otras a ninguno de ellos. Cuenta con representación del Ejecutivo (SFP) del Legislativo (ASF) del Judicial (Consejo de la Judicatura) y de agencias con diverso grado de autonomía como la Fiscalía Anticorrupción (que forma parte de la FGR), el Tribunal Administrativo (Órgano Jurisdiccional con Autonomía) el INAI (organismo constitucionalmente autónomo) y el CPC (cuerpo ciudadano electo por una Comisión seleccionada por el Senado). Esta conformación pretende entonces que ninguna orientación política pasajera pueda determinar por si sola las políticas decididas en conjunto como Sistema.
Ahora bien, en el mundo de la Real Politik, diversas fuerzas aspiran a la oportunidad y al mérito de generarle un perjuicio importante a la corrupción, o que por lo menos así lo parezca para elevar su rentabilidad política y ser refrendados en el poder. Esto es predecible y hasta cierto punto legítimo. Lo que de ninguna manera puede serlo es emplear al discurso de la lucha anticorrupción para perseguir selectivamente a sus adversarios y proteger con un manto de impunidad a sus aliados y allegados.
Hacia la mitad del mandato, en el momento para reflexionar los avances en materia de combate a la corrupción de una administración estatal o federal, es importante no perder de vista que debemos sopesar los mismos con cuidado y honestidad; sin regatear los méritos ni agigantar los logros, así como señalando limitaciones y pendientes. Pero justamente pensando en la dimensión de Estado, debemos resaltar que muchos esfuerzos valederos se construyen sobre los cimientos de varias administraciones y no hay nada malo de eso. También es justo sopesar que, en un país históricamente obnubilado por un presidencialismo desproporcionado, muchas cosas –buenas y malas—ocurren mas allá de la voluntad de los presidentes.
En este sentido, la Secretaría de la Función Pública realizó importantes contribuciones al seno del Sistema Nacional Anticorrupción, como también desarrolló actividades relevantes bajo su cuenta, con el ejercicio de sus atribuciones. La OCDE ha hecho este reconocimiento en su informe de seguimiento de la prioridad anticorrupción y también ha señalado los logros que en conjunto han ocurrido bajo la guía del Comité Coordinador del Sistema Nacional Anticorrupción, tal como un sistema de seguimiento patrimonial cuyo pleno aprovechamiento aun aguarda una Política Nacional Anticorrupción bajo las fases iniciales de su implementación y una Plataforma Digital Nacional que pretende acabar con el patrimonialismo informativo en esta área.
A pesar de los logros, tres cosas resultan claras: aun estamos muy lejos de donde queremos llegar, dichas metas no se lograrán realistamente a los linderos de un solo sexenio (quizá ni de tres), y lo más importante, que este esfuerzo interinstitucional representa una apuesta ambiciosa en la dirección correcta, que costó mucho tiempo, esfuerzo e inteligencia por parte de organismos de la sociedad civil para arrancarle al poder el monopolio de la lucha contra este flagelo. Toda empresa humana es mejorable, el Sistema Nacional Anticorrupción no escapa a esta lógica, sin que ello implique reformas que lo hagan inoperante o irrelevante.
Nos encontramos pues ante un cometido que conjuga relevancia y urgencia. Si bien es cierto que cambios considerables no aparecerán realistamente en el corto plazo, ni por voluntarismos, ni por consigna, también cierto es que en estos momentos de pandemia, la corrupción muerde con mayor fuerza que nunca a las familias mas necesitadas. En estos momentos la corrupción no sólo nos hace ver mal en cualquier estadística internacional, sino que compromete la viabilidad de nuestro país y su régimen democrático.
Los sexenios han sido los términos presidenciales desde la mitad de los treinta, pero esto nunca quiso decir que los problemas de México ni la voluntad de sus ciudadanos puedan medirse por ese parámetro político-administrativo. Una verdadera gesta anticorrupción es un esfuerzo que, adecuadamente coordinado y entrelazado, nos puede llevar varias administraciones y quizá un par de generaciones, una meta que jamás alcanzaremos si seguimos jugando al Sísifo, cargando una piedra descomunal por la pendiente para que al final de un sexenio caiga de nuevo al fondo y volvamos a empezar.
Costumbre. Durante años, la ausencia de alternancia política llevó al razonamiento facilón y errado que el problema era intrínsecamente el partido en el poder.
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