Un aeropuerto, una refinería y un tren
Los mexicanos pueden estar hartos de la corrupción de priistas y panistas, pero de no poner suficiente atención crítica en lo que hace el presidente López Obrador, el precio a pagar será mayor que el de sus tres proyectos emblemáticos
El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador llega a su tercer año de gobierno y lo que se ha visto hasta ahora está lejos de responder a dos preguntas básicas para cualquier gobernante: ¿cuál es nuestra dirección?, y ¿hacia dónde queremos ir? Así, hechas en plural.
Asentada en tres promesas que se metieron hasta el tuétano de los mexicanos —acabar con la corrupción, reducir la violencia y abatir la pobreza—, su aplastante victoria no lleva implícito que pueda ir incluso contra aquello que prometió y por lo que fue votado.
Como en el mundo de Aldous Huxley, en el México que traza el presidente los remiendos, las reparaciones, son actos socialmente despreciables. Desechar y estrenar es mejor visto.
Quizá por eso, por ese afán no de mejorar lo que ya se tiene, fue tan débil la resistencia que encontró a la cancelación del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México y de la reforma educativa, a la creación de una Guardia Nacional, a la eliminación del Seguro Popular y las estancias infantiles y, una de las más polémicas, a facultar al Ejército para tareas de seguridad pública.
Tal vez por esa idea de cambiar por cambiar, sin un análisis previo de las necesidades, sus ofensivas contra órganos autónomos y periodistas encuentren cada vez menos resistencia entre los mexicanos y refuercen la capacidad del presidente para leer momentos políticos, económicos y sociales.
“Mientras más remiendos, más miserables; mientras más remiendos, más miserables…”, escribió en Un mundo feliz el británico Aldous Huxley, pero… ¿no era preferible mejorar las estancias infantiles en lugar de desaparecerlas?
Con más dudas que certezas, la de López Obrador es hasta ahora una administración centrada en tres grandes y polémicos proyectos: un aeropuerto, una refinería y un tren.
Los tres avanzan en medio del ruido que generan no las obras de construcción y sí un discurso que cada vez deja menos espacio para aquellos que están en el punto medio, y que se quedan sin otra opción que tomar partido por los dos bandos que tiene enfrente: la 4T o los conservadores.
Lo desagradable es que quien define a ambos bandos sea una sola persona, que en esa definición no entren las argumentaciones de nadie más, y que quienes disienten son descalificados sin una argumentación mínima.
Proyecto oneroso. Los costos del proyecto del Tren Maya se elevaron a 180 mil millones de pesos, 30% más respecto al monto registrado ante la SHCP.
Tres años después aún no está empoderada la gente común, la que se ubica en el punto medio y que, vistos los resultados de la elección intermedia de este 2021, aun puede ser mayoría.
En mayo de 2021 el presidente dijo en Torreón, Coahuila: “somos libres, el gobierno garantiza el derecho a disentir, todos podemos denunciar, no hay ninguna limitación, no hay censura, prohibido prohibir”.
Hasta ahora ese derecho a disentir parece más un engaño para atraer, reprimir, agredir y descalificar a todos aquellos que expresen libremente sus desacuerdos con las políticas del presidente.
No todos en México somos conscientes aún de que estamos ante un gran radar que detecta a quienes no se alinean, para luego marcarlos desde el púlpito presidencial y ser expuestos a la humillación pública, al escarnio, por el pecado de ejercer el derecho a disentir en libertad.
En ese garlito caen incluso hasta quienes trabajan en el gobierno federal de la 4T, como el escritor y columnista Jorge F. Hernández, despedido de la Secretaría de Relaciones Exteriores por tener “comportamientos graves y poco dignos”.
Habría que desentrañar lo que significa para el presidente y todo el gobierno federal la palabra libertad: ¿autonomía?, ¿autodeterminación?, ¿acaso no interferencia?, ¿ausencia de restricciones?, ¿de interferencias?
Ahora, en medio de la pandemia por coronavirus, es tiempo de preguntar si Andrés Manuel López Obrador concreta lo que, de acuerdo con sus propias propuestas, se esperaba de él como presidente.
Es tiempo de preguntar si lo que ofrece es libertad de disentir o si el debate que propone disfraza una intolerancia hacia quienes piensan que pudo hacer más para poner por encima de intereses personales, por legítimos que sean, el interés superior, para, por ejemplo, reaccionar ante la pandemia.
¿O al país le conviene que sigan las descalificaciones en contra del INE, del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, del CIDE, de los partidos opositores?
Los mexicanos pueden estar hartos de la corrupción de priistas y panistas, pero de no poner suficiente atención crítica en lo que hace el presidente López Obrador, el precio a pagar será infinitamente mayor que el de un aeropuerto, una refinería y un tren.
Históricamente a los presidentes en México se les tolera que digan mentiras parecidas a verdades, pero ya es tiempo de que nos digan la verdad, porque pueden y deben hacerlo.
El 1 de julio de 2018, cuando los resultados en su favor ya eran irreversibles, 12 años después de intentarlo por primera vez, Andrés Manuel López Obrador ganó la Presidencia de la República.
Esa noche dijo que “los cambios serán profundos, pero se darán con apego al orden legal establecido”. A tres años de aquella celebración sí hay cambios, pero no son profundos ni benefician a todos, incluidos a quienes disienten, porque debe, guste o no, gobernar y administrar para todos los mexicanos.
Es tiempo, pues, de que Andrés Manuel López Obrador deje de desechar y comience a remendar las instituciones. Es, además, necesario.
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