Hace alrededor de 40 años, un compadre campechano normalista, Roberto Silva, me invitó a tomar algo con don Carlos Sansores Pérez. Joven entonces e interesado en política e historia —materias a las que me habría de dedicar el resto de mi vida productiva—, no podía perder la oportunidad. Don Carlos era una leyenda.
Maestro normalista, gobernador de su estado, presidente de la Cámara de Diputados, presidente del PRI para hacerle la campaña a José López Portillo, que como candidato único —ningún partido había presentado a candidato alguno— no tenía el problema del triunfo, tenía el problema de la legitimidad, nada fácil aún en esos tiempos. Después fue director del ISSSTE y cuando acabó su gestión regresó a su estado natal, para morir unos años después ahí.
Fuimos a su rancho. Lleno de verde y, asombrosamente cerca de su casa, como después con orgullo me habría de contar, estaba un árbol de canela; raro y hermoso espécimen que resaltaba en medio de ese paisaje semiselvático de Campeche. Por razones geográficas, aunque Campeche tiene costa en el Golfo de México, en algunas partes de ese estado, los accidentes geográficos los ponen de cara al poniente y se ven atardeceres espectaculares. Este era el caso del rancho de don Carlos, que quedaba a pocos kilómetros de la ciudad de Campeche. Al entrar a la casa nos invitó a su terraza a ver el atardecer y tomarnos lo que quisiéramos.
Sentado en una silla de ruedas, con su guayabera blanca y unos pantalones de algodón, estaba este hombre que tanto había dado de qué hablar durante los últimos 20 años, entonces. Había sufrido una hemiplejia unos meses atrás, pero conservaba el rostro adusto, serio, y hablaba con lentitud. Ahí nos presentó a su esposa y a su hija Layda. Trataba a su mujer con seriedad, pero a su hija Layda con severidad y distancia.
Hablamos de la sucesión presidencial, estaba por terminar el sexenio de Miguel de la Madrid.
Habló mal de los tecnócratas, como era de esperarse. De su distancia con Jesús Reyes Heroles, de lo poco que se le había reconocido a Luis Echeverria la construcción de instituciones de las que, según él, hablaríamos muchos años, como el Infonavit, Fonatur, las 200 millas de mar territorial (gran triunfo internacional de don Luis gracias a lo cual pudimos desarrollar nuestra industria petrolera), Banrural y muchos otros logros que la gente, decía, no ha aquilatado suficientemente.
Layda quiso dar su opinión en diversas ocasiones y la calló algunas veces sólo con la mirada, otras directamente pidiéndole que guardara silencio. A mi compadre y a mí esa relación nos pareció que debió de ser difícil. Hombre convencido de instituciones, de partidos, de la lucha democrática, reclamaba de sus interlocutores atención, seriedad e ideas novedosas para poder seguir hablando, detestaba la mentira y los elogios.
Vimos el atardecer, nos tomamos unos tequilas (él no bebió), quiso llevarnos a ver su rancho y la noche se nos vino encima y lo dejamos para otra ocasión. Nunca más lo volví a ver. Mi compadre me avisó una tarde que había muerto.
Me pregunto, después de haber visto a esa Layda recitándole una oda a AMLO, en Palacio Nacional esta semana, en la que lo tildaba de “rayo”, de tener 32 corazones y de decirle que “no olvides, Andrés Manuel, lo mucho que te ama tu pueblo”, qué hubiera pensado su padre si la hubiera escuchado. Seguramente la hubiera callado como en su juventud, porque el espectáculo era digno de llamar a un psiquiatra. Nada más, pero nada menos también.