El sábado pasado, en la quinta celebración de su triunfo electoral en el 2018, el Presidente hizo una cosa asombrosa: acusó a Claudio X. González de ser el gerente de la mafia del poder. ¿De verdad? Lo hizo, ni más ni menos, que en la plancha del Zócalo. Lo hizo enfrente de (según Martí Batres) 250 mil personas (que no caben). Lo hizo a la sombra de Palacio Nacional, frente a Catedral, frente al Palacio de Gobierno de la ciudad y frente al edificio de la SCJN. Lo hizo ante la televisión pública, los medios de comunicación y las benditas redes sociales. Lo hizo ante 22 gobernadores, ante su gabinete, ante su esposa y ante el Ejército y la Marina.
Vociferando, como si levantando la voz se tuviera más razón, el jefe del Estado mexicano, acusa a otro mexicano, con los mismos derechos que consagra la Constitución a ambos, de ser el jefe de los que el Presidente considera los malos del país. Los que quieren volver por sus fueros y seguir robando. Los que son clasistas, los que son racistas, los que se atreven a ser aspiracionistas, los que creen que la ley debe respetarse y cumplirse, los que quieren educación de primera, los que quieren servicios médicos de calidad, los que les hubiera gustado que no murieran 400 mil personas en exceso por la Covid 19 y lo hizo con el dedo flamígero del privilegio que le da ser el jefe del Estado mexicano.
Lo hace porque él ganó una elección y eso le da la razón histórica para señalar a todo aquel que no esté de acuerdo con él, a todo aquel que tenga un proyecto distinto o piense distinto de él. Lo hace, porque se lo permitimos y porque existe en el ánimo nacional hambre de linchamiento y de venganza, prohijada por él.
Conozco a Claudio X. González, lo suficiente como para no saber qué significa la X de su nombre. Es decir, prácticamente nada. Lo he saludado hace varios años en dos ocasiones y ya. Dudo mucho que su servidor esté en algún recoveco de su memoria lejana. Sin embargo, vale la pena preguntarse de qué es culpable Claudio X. González.
En un primer momento y por lo que se sabe de la información pública disponible, Claudio es culpable de querer un sistema educativo que fuera de calidad. Eso implicaba tratar de someter a los maestros a estándares mínimos de capacitación, de evaluación y de crecimiento, en medio del deficiente sistema que ha creado maestros que no lo son del todo, que se dedican a hacer política en vez de educar y que quieren un sistema a modo que los mantenga, por el sólo hecho de haber pasado por una normal o una normal rural.
Es culpable de tratar de llevar cierta opinión de la sociedad civil a los partidos y de buscar sistemas de evaluación y vigilancia para combatir la corrupción y garantizar la rendición de cuentas de parte del gobierno, cosa que a AMLO le parece el peor atentado con cualquier ejercicio de poder y de gobierno en el país y, la razón no es un enigma. Lo detesta, porque en la medida en la que la sociedad civil, en un país capitalista, se involucra en los asuntos públicos, AMLO lo considera contubernio y complicidad.
En una lectura francamente pueril y simplista, para el Presidente la ley es una superestructura del capitalismo que garantiza la perpetuidad de la extracción de rentas o plusvalía del proletariado (del pueblo, diría él). Mejorar la educación es una manera de capacitar al proletariado para extraer mayor plusvalía. Vigilar la corrupción es una manera de evitar que quién está en el poder pueda financiar su permanencia en beneficio del pueblo. En fin.
Claudio X. Gonzalez es culpable de querer hacer de nuestro país una nación conectada con el mundo, en la que se produzca con eficiencia, se ofrezca salud, vivienda y una manera digna de vivir y la Constitución valga para todos. Para limitar y controlar el poder y para que los ciudadanos tengamos nuestros derechos mínimos a salvo de las locuras del poder. Eso es exactamente de lo que el presidente acusa al señor González. De querer, como en cualquier democracia liberal de nuestro tiempo, ser un ciudadano pleno en el ejercicio de sus derechos, entre los que se encuentra, poder estar en desacuerdo con el Presidente y convertirse en su contestatario cada vez que se nos antoje. De eso acusa a una sola persona, cuando somos millones los que reclamamos lo mismo. Nada más, pero nada menos también.