Presionado por los sectores duros de una crecida casta militar (compuesta por mas de 640 generales), el presidente Andrés Manuel López Obrador está por terminar de arrojar al país en una grave espiral autoritaria y sepultar nuestra accidentada e inconclusa transición a la democracia. El anuncio presidencial (8 de agosto) de entregar de manera íntegra el dominio de la Guardia Nacional (GN) a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), completa la militarización de la seguridad pública, así como culmina la fase de un largo proyecto de autonomía y dominio castrense en el sistema político mexicano que fue adquiriendo forma al inicio de la pasada década. Ambas consecuencias tienen importantes implicaciones tanto en lo que a la militarización de estructuras de seguridad se refiere al profundo proceso militarista al que ha sometido a las instituciones del Estado mexicano y a la sociedad.
La ley sí es la ley… y más ley, la Constitución. Gobernar por decreto es el signo característico de los Estados autoritarios y/o totalitarios. AMLO y sus seguidores criticaron en su momento, a las administraciones del “pasado neoliberal”, en especial al gobierno salinista (1988-1994), que en su primera mitad abusó de las facultades administrativas para impulsar medidas y cambios estructurales de gobierno, entre las que pueden mencionarse: la creación del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), o la militarización de estructuras policiales en áreas de investigación y persecución de delitos.
Ahora el presidente López Obrador se dispone a violar la Constitución y gobernar del mismo modo que antes reprobaba, al transferir el control absoluto de la GN a la Sedena, sin la reforma correspondiente por el Congreso de la Unión. Esta medida ya se contemplaba por los altos mandos militares desde hace más de un año, con la diferencia de que sí tenían presente el requisito de la adecuación constitucional confiando en la hegemonía y control presidencial en ambas Cámaras: para el sector castrense, esto representaba un mero trámite que quedaba bajo la responsabilidad del Ejecutivo y su partido aunado al cálculo político de que, salvo los criminales del país, al ejército nadie se opone. Sin embargo, el escenario así previsto ha cambiado en buena medida por la polarización encabezada por el Presidente junto con el enrarecido entorno electoral donde se observa una simbiosis de controles y operativos a cargo de subestructuras criminales, bajo la omisión cómplice del ejército y la GN, para inducir o propiciar resultados favorables a su partido. Esta es una variación de las épocas en que el gobierno y su partido “casi único” sacaban de las barracas a los soldados para organizar brigadas de votantes.
No hace mucho el propio AMLO decía que asignaba atribuciones y privilegios económicos a soldados y marinos mediante el cambio de leyes, para que no sea fácil quitárselos mediante decreto por los gobernantes que le sucedan. Con lo anunciado, esta convicción queda enterrada y en el cálculo presidencial es notable la perversión que plantea, independientemente de que, aun con cambio constitucional, está viciando la naturaleza de defensa y a los miembros del Ejército y la Marina: hay un desprecio manifiesto al Estado de derecho y ya no importa si es con o en contra de la Constitución el nuevo entronizamiento militar.
Continuismo militarista: Impunidad y transgresión. Reza la justificación presidencial que los abusos, violaciones graves a los derechos humanos y las masacres realizadas por las Fuerzas Armadas mexicanas son responsabilidad de los gobernantes civiles. Se obvia de este modo que, a la luz de nuestro marco legal y el derecho internacional, esto no es impedimento para investigar y castigar a militares involucrados en hechos punibles. Del mismo modo, sorprende ahora la propaganda de los voceros del gobierno y de los militares, alimentando la idea peregrina de que el Ejército y la Marina bajo este gobierno es otro y muy distinto al que reprimió en el pasado a estudiantes, campesinos, maestros, médicos o al que protagonizó la guerra contra las drogas y los diversos escenarios en donde los militares han aprendido a camuflarse para salir impunes de los abusos cometidos (ver Jorge Javier Romero https://wapo.st/3SW9HPB).
No hay cambio en este sentido y sí un regocijo por obtener mucho más y de manera más expedita del Presidente actual, no sólo todo el control de la seguridad pública del país (junto con lo que ello significa presupuestalmente) sino un cúmulo mayor de privilegios e influencia económica y política que no se imaginaban. En una amplia entrevista del secretario de la Defensa es clara la manifestación de que, como institución (más bien como sector militar dominante en las instituciones castrenses) había una clara estrategia transexenal cuyos rastros se pueden ver en los primeros años de la primera alternancia política y así lo confiesa el alto mando (Excélsior, 6 de julio de 2020). En ese sentido, miente el Ejecutivo en sus justificaciones y se engañan quienes apuntan que el Ejército ha cambiado cuando en realidad, a la par de su estrategia de largo aliento, sus mandos han aprendido, madurado y acrecentado los peores vicios de los políticos civiles: simulación, fraude, corrupción, falta de rendición de cuentas, abuso de poder, violaciones a los derechos humanos (aun en contra de sus propios integrantes que no se salvan de ser torturados, violentados institucionalmente incluso de ser desaparecidos) e impunidad garantizada.
Presidencialismo y militares: el espejismo de la legitimidad. Existe una simbiosis estructural derivada del desarrollo histórico-político del Estado mexicano que vincula a los militares con el sistema presidencial. Empatado en diversos momentos entre el siglo XIX y XX el militarismo y el poder político, la modernización política fue separando de manera accidentada pero definida desde 1946 ambas dimensiones, haciendo patente tanto su separación como la reivindicación de la supremacía civil sobre los militares en la medida que éstos se profesionalizaban y se sometían a las definiciones constitucionales con las particularidades clientelares del sistema político (con un conjunto de reglas no escritas que apenas son redescubiertas por algunos estudiosos de la seguridad, ver Raúl Benítez Manaut en Martínez: 2022). Es un hecho, no habrá regreso a los cuarteles a la luz del comportamiento sexenal en la larga relación de los militares con los intereses y decisiones presidenciales del gobierno en turno. Esto nos muestra (como en el proceso de domesticación civilista autoritario mencionado), el agotamiento del arreglo emanado de la Revolución con el resurgimiento gradual del uso (y abuso) de los militares que empezó con la lucha contra el narcotráfico (desde los años setenta), siguió con la militarización de las policías (desde mediados de los años noventa con el interludio represivo contra la guerrilla rural y urbana de décadas anteriores) y que se consolida
con un proyecto transexenal de autonomía castrense (concebido desde la llamada “guerra contra el narcotráfico”).
De acuerdo con mediciones sociales recientes, si bien México disminuye gradualmente su favoritismo por un golpe militar bajo circunstancias de alta corrupción (de 42.5 a 39 por ciento entre 2018 y 2021, sigue siendo alto), se observa una mayor aceptación por el golpismo presidencial (lo que comúnmente se conoce como “autogolpe”): prácticamente una tercera parte (32 por ciento) de la población tolera un presidencialismo autoritario y alejado de las normas constitucionales y contrapesos institucionales (en 2010 esta cifra era del 17 por ciento). Esto se suma a una sociedad dividida a la mitad respecto de su satisfacción con la institucionalidad democrática del país. (Ver reportes 2018/19 y 2021 Americas Barometer, LAPOP’s Pulse of Democracy; y, Cultura política de la democracia en México y en las Américas 2021: Tomándole el pulso a la democracia).
Este escenario ha alimentado la narrativa equívoca de “legitimación” política y social de los sectores duros militaristas, dentro y fuera de sus filas (lo que incluye a “halcones civiles”) en el sentido de la inevitabilidad de la participación y poder castrenses, so pena de la “ingobernabilidad y el caos en el país” (ver Proceso 2389, 14 de agosto, p.16). Grave error confundir aprecio social y popularidad con la legitimidad para gobernar y actuar en un Estado determinado. Son cuestiones totalmente distintas. La legitimidad de los militares mexicanos no es una derivación inmediata de los intereses y de la figura presidencial y su investidura (del mismo modo que la legitimidad del Presidente no deriva sólo de su resultado electoral) como se enfatiza en el actual gobierno. En ambos casos se trata de un proceso histórico-político que se ha acompañado de un marco legal e institucional (junto con reglas no escritas propias del sistema político) y que ha sido desmantelado en los últimos años. Confundir “apoyo social” con legitimidad política ignora la lección histórica de gobiernos e instituciones populares cuyo origen y comportamientos son contrarios a la esencia democrática del Estado moderno. Los regímenes nazifascistas son un claro ejemplo al igual que diversos gobiernos dictatoriales o autoritarios populares en el continente y que, por cierto, son tomados como ejemplos por López Obrador y el alto mando militar.
El militarismo mexicano muestra una variante en el entorno general del fenómeno en las latitudes vecinas, si bien se trata del protagonismo castrense en ámbitos no sólo de la seguridad y defensa, sino en un extenso catálogo de actividades y funcionalidades delegadas o promovidas por el Presidente (más de doscientas, según recuento de México Unido Contra la Delincuencia). Se trata de que no sólo hay una “invitación” del poder civil a ensanchar los campos de acción castrense en la vida pública (como bien caracteriza el actual patrón militarista la investigadora Rut Diamint en Martínez: 2022, pp. 33-66) sino de una simbiosis o arreglo de beneficios (aparentemente) mutuos en el que se deja de lado la visión de Estado y se aniquila la supremacía del mando civilista. Aquí el Presidente compra la lealtad militar para el sostenimiento del poder y de sus proyectos personales donde la seguridad pasa a un plano inercial dado el evidente fracaso que han tenido en los militares en los últimos veinte años. El fruto manifiesto de esta simbiosis fue expresado el pasado 20 de noviembre en voz del propio secretario de Defensa en su diatriba contra los críticos y opositores de las políticas del gobierno, violando así la definición democrática de las Fuerzas Armadas como actores no deliberantes y convirtiéndolas en entes facciosos.
La interfase político-electoral. La Sedena ha aprendido muy bien el manejo de los tiempos para “normalizar” el avance de sus pasos estratégicos en la acumulación de poder y privilegios: entre 2008 y 2011 en su pretensión de modificar la Ley de Seguridad Nacional, fue alcanzada por la inminencia del proceso electoral de 2012 y quedó trunca su intención por las cambiantes prioridades presidenciales. En el sexenio siguiente los militares lograron imponer a Peña Nieto y al Congreso su Ley de Seguridad Interior (de aplicabilidad limitada) y que fue declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia justo en la víspera del inicio del actual régimen que dieron paso a los cambios que dieron origen a la GN (que a la fecha están impugnados y pendientes de resolver por la misma Corte). En este contexto, dado que no se vislumbra que se apruebe el cambio constitucional de militarizar la seguridad pública, el decreto administrativo viciado de inconstitucionalidad será la salida para satisfacer el interés dual Sedena-AMLO: más poder y recursos al Ejército en tanto que con la presencia territorial de la GN (con 266 cuarteles que siguen multiplicándose) en el país, se perfila hacia un uso político-electoral en el que, ya sea por omisión o acción, anule a las oposiciones políticas (dejando actuar, inclusive al crimen organizado como operarios electorales, coaccionando votantes y/o eliminando opositores) favoreciendo al partido del Presidente y sus aliados. Las elecciones del año pasado y de éste demuestran esta tendencia que, si otra cosa no ocurre, será un patrón institucional autoritario.
Con el decreto militarista y la pretensión que la Corte resuelva las impugnaciones que se presenten hasta iniciada la siguiente administración, con hechos autoritarios y represivos consumados y con un entramado mayor de intereses militares en la vida pública y civil del país difícil de desarticular y a un costo político y presupuestal muy grande, el Presidente patea el bote hacia un futuro en el que él, sin duda, hará y será historia.
*Especialista en seguridad nacional y democracia.