El diseño que elaboró el presidente Andrés Manuel López Obrador para su sucesión presidencial está crujiendo fuertemente y en peligro de convertirse en un aquelarre. Marcelo Ebrard, el aspirante a la candidatura presidencial de Morena estiró la liga y le puso mayor tensión al acusar a su adversaria Claudia Sheinbaum de acarreo en su pre-campaña, publicidad masiva, guerra sucia en su contra y el uso de recursos federales para su promoción. El mensaje de Ebrard, sin embargo, no tiene como destinataria final a Sheinbaum, sino a López Obrador. Él lo sabe. Su crítica y denuncia la atraviesa por el centro y llega a Palacio Nacional.
Ebrard está elevando su apuesta, inclusive si ello significa el suicidio político. Entiende, por lo que comentan algunos de sus más cercanos, que López Obrador quiere a Sheinbaum como su sucesora y que él no tiene posibilidades reales de quedarse con la candidatura. De ahí, como el soldado que se sabe muerto y actúa con una enorme valentía, no tiene más que perder. Lo que no está claro es qué y cuánto gana al ensuciar el proceso y construir la percepción para que en el momento en que la encuesta defina cómo ganadora a la exjefa de Gobierno de la Ciudad de México, su candidatura quede manchada por irregularidades, ilegalidades y una operación de Estado para imponerla.
Los obuses contra Palacio Nacional han sido contundentes. Ayer aseguró que se está usando masivamente a la Secretaría del Bienestar para que sus delegados en todo el país digan a los beneficiarios de los programas sociales que “el presidente quiere que sea Claudia”. La acusación implica que está haciendo campaña con dinero de los contribuyentes, tildando sibilinamente al presidente de inmoral y acusándolo de violar la Constitución por intentar coaccionar el voto.
Ebrard no ha dado el paso para presentar una denuncia en la Fiscalía General de la República, como correspondería la acusación, porque no está jugando en el campo de la ley sino en el de la política, desafiando continuamente al presidente, comparándolo éticamente con él. “Nunca se vio, siendo yo jefe de Gobierno de la Ciudad de México, todo el país pintado con financiamiento del gobierno”, dijo ayer a la prensa. “Nunca vieron espectaculares de Marcelo en toda la República Mexicana y nunca vieron tampoco que mandara yo brigadas del gobierno para apoyar mi postulación. Jamás hice eso. Les habla alguien que tiene la autoridad moral para decir lo que estoy diciendo”.
¿Por qué se refirió al proceso de sucesión presidencial de 2012 y no al actual? Bien pudo haber hablado Ebrard en presente, pero codificó la analogía para enviar un mensaje directo a López Obrador. En aquella contienda, la candidatura del PRD -donde militaban ambos- se definió por el mismo método de encuestas, donde empataban en lo cuantitativo, pero en las valoraciones cualitativas -quién tendría más posibilidades de ganar-, ganaba Ebrard. López Obrador rechazó el resultado y amenazó con romper con el PRD e ir por la libre por la Presidencia si no se quedaba con la candidatura. Manuel Camacho, el mentor de Ebrard, lo convenció de cedérsela para evitar que la izquierda se fracturara. En el acuerdo final, el compromiso era que López Obrador lo apoyaría en la siguiente oportunidad que se presentara a contender.
Ese compromiso se rompió hace mucho tiempo. López Obrador, su familia y su núcleo duro, lo consideran desde entonces un traidor -porque peleó la candidatura en 2012- y no le tienen confianza. Lo nombró canciller porque Alicia Bárcena, actual secretaria de Relaciones Exteriores, su primera selección, le pidió unos meses para cumplir una serie de compromisos que estaban pendientes, por lo cual la descartó. Ebrard fue muy funcional, particularmente en la relación con Estados Unidos, lo que motivó otra fuente de sospecha en el círculo presidencial, que lo considera el candidato de Washington.
Ebrard entró a la contienda con un hándicap, pero en un principio pensaba que podía lograr revertir la inclinación hacia Sheinbaum, con “piso parejo” y que los aspirantes renunciaran a sus cargos. La presión pública que ejerció forzó a López Obrador a incorporar sus demandas en su mapa de navegación sucesorio y decirle a Sheinbaum que pidiera licencia. Fue la primera vez que el presidente, en aras de evitar una fractura, cedió y alteró su propio plan.
En la pre-campaña, que es lo que están haciendo aunque sea ilegal, buscó el contraste con Sheinbaum, y comenzó a plantear propuestas a los electores, probablemente a sabiendas que le llevaría a una nueva confrontación con López Obrador, como sucedió cuando anunció en julio el Plan Ángel, para hacer “el México más seguro de la historia”, que retomaba la parte tecnológica de Plataforma México, creada por Genaro García Luna cuando fue secretario de Seguridad Pública. La molestia de López Obrador cimbró las reuniones del gabinete de seguridad.
La búsqueda de la candidatura presidencial de Morena le ha significado a Ebrard ir a contracorriente de los deseos de López Obrador, que le abrió el espacio entre sus llamadas “corcholatas” como parte de la legitimación del proceso. Pero nada le ha funcionado a la velocidad que necesita. Ni siquiera la irrupción de Xóchitl Gálvez en la oposición, que fue vista por sus cercanos como una oportunidad para que se desgastara Sheinbaum, le funcionó. Las encuestas más serias del país, pese a sus descalificaciones, nunca lo han colocado cerca de Sheinbaum.
Lo que intriga de sus acusaciones es qué pretende más allá de manchar el proceso de Morena. Ebrard está reduciendo su espacio de maniobra, y cuando pierda, como todo indica, quedará expuesto por todo lo que ha hecho para descarrilar a su adversaria. Ya no le quedan muchos actos de magia política. En tres semanas se conocerá el resultado de la encuesta de Morena y si los pronósticos se confirman, quedará a la deriva, vulnerable y, quizás, con una carrera política en Morena recortada prematuramente.
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