De la misma manera que con Donald Trump, el presidente Andrés Manuel López Obrador se comportó con Joe Biden. Belicoso de lejos y solícito en el cara-a-cara. Durante su breve visita a la Casa Blanca el martes pasado, López Obrador aceptó lo que su antecesor, Enrique Peña Nieto, rechazó: pagar por una barrera que impida que indocumentados y drogas crucen fácilmente por la frontera de México y Estados Unidos. Trump se lo exigió a Peña Nieto, y el entonces presidente lo confrontó. Trump no se lo pidió así a López Obrador, pero lo obligó a militarizar la frontera con Guatemala y a cambiar su política de asilo. Biden fue más allá. Logró lo mismo que Trump y más.
Antes de iniciar su plática bilateral con López Obrador, Biden sabía que iba a aceptar las condiciones impuestas en Washington para la modernización de la infraestructura fronteriza. La iniciativa nació unilateralmente, como parte del Acta de Infraestuctura y Empleo firmada por Biden en noviembre pasado, que incluía un plan a cinco años de modernización de la
con un costo de tres mil 600 millones de dólares para hacer más segura la región y más eficiente para la gente y el comercio,
funcionarios de la Casa Blanca a la cadena de televisión ABC News.
El
plan, elaborado por Aduanas y Protección Fronteriza busca proteger a los estadounidenses y facilitar el comercio y el turismo, mediante un incremento de verificaciones biométricas de personas y vehículos para impedir el paso de drogas y neutralizar “otras amenazas a la seguridad”. Desde hace dos años la Casa Blanca lo estaba negociando con los gobiernos estatales fronterizos, con el gobierno mexicano y con sectores empresariales. El final de las conversaciones se
anunció en mayo durante un forum en Tijuana donde participaron el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, el embajador de Estados Unidos en México, Ken Salazar, y el subsecretario de Estado para Narcóticos Internacionales y Asuntos Judiciales, Todd Robinson.
La instrucción de Biden y López Obrador, dijo en ese momento Ebrard, era acelerar el trabajo para que para finales del próximo año los proyectos estuvieran funcionando en su totalidad. Sin embargo, había un problema. La barrera con la que se había la Casa Blanca topado era el gobierno de López Obrador, que estaba en desacuerdo con una exigencia de seguridad del gobierno de Biden en territorio mexicano.
México estaba dispuesto a recibir equipo y tecnología de Estados Unidos para esos fines -algo similar a lo que hizo la Iniciativa Mérida, fuertemente criticada por el gobierno de López Obrador-, pero no la condición para ello: aceptar que las pruebas para verificar la puesta en marcha del equipo la realizara Sandia National Laboratories, una empresa subsidiaria de Honeywell International, que es contratista del gobierno estadounidense.
Esa empresa, para los efectos de la infraestructura fronteriza, se especializa en seguridad nacional, contraterrorismo, vigilancia policial, sensores militares para percibir humanos y satélites. La propuesta de la Casa Blanca, a través del Consejo Nacional de Seguridad, era que los equipos instalados en México fueran supervisados por esa empresa, que también haría las pruebas para tener las garantías de que no serían alterados sus programas.
La última resistencia se venció, y este martes López Obrador ya no chistó. La
de los presidentes se centró en los temas de la agenda de Estados Unidos y el anuncio de que México recibiría los equipos. Pero a diferencia de la Iniciativa Mérida, se anunció una inversión mexicana de mil 500 millones de dólares, alrededor de 31 mil millones de pesos, el doble de lo que originalmente López Obrador había acordado con Biden. Es decir, no sólo cedió López Obrador, sino también aceptó pagar por la seguridad de Estados Unidos.
El gobierno mexicano tardó 24 horas en reaccionar, y dio a conocer un documento este miércoles donde abona muy poco a la información que dio a conocer Ebrard, desde mayo. Ayer en Washington, Ebrard trató de atajar las informaciones dadas por los funcionarios estadounidenses en la víspera, y aseguró que no se trataba de ningún muro, y que el objetivo principal de la modernización fronteriza, era para facilitar el comercio, no para frenar la migración, como parecía ser el espíritu original de la propuesta, modificada en la práctica por la Casa Blanca.
La información es confusa. Ninguno de los dos gobiernos precisó cuáles serán los puntos fronterizos donde trabajarán de manera compartida, e incluso no están de acuerdo, públicamente, en el total de puertos donde lo harán. Estados Unidos dijo que son 26 proyectos; México dijo que son 19. En mayo habían enumerado solo 13.
De acuerdo con
de la Administración de Servicios Generales de Estados Unidos, las prioridades de la Casa Blanca son la modernización de las fronteras en San Ysidro, Otay y Caléxico, en California, y la construcción de nuevas puertos en San Luis, Arizona; Columbus, Nuevo México, y Laredo, Texas. Según el gobierno mexicano, los proyectos serán en la Mesa de Otay, en el área de Tijuana, la ampliación del puente y puerto de entrada de Reynosa y Phar, y la ampliación del puerto fronterizo San Jerónimo-Santa Teresa, en Chihuahua.
Las negociaciones entre los dos gobiernos y los sectores empresariales han explorado más alternativas. La prioridad expresada por ambos gobiernos es Otay II, que se ha convertido en una ruta altamente transitada entre Tijuana y San Ysidro. Los mexicanos querían que en la frontera de Nuevo Laredo y Laredo, por donde cruza alrededor del 70% del comercio hacia el mercado norteamericano, se ampliara la frontera a Laredo IV y V, pero el influyente diputado texano Henry Cuéllar, que tiene incidencia en el Capitolio sobre los recursos presupuestales, ha insistido en construir, por el momento, sólo Laredo III.
¿Dónde quedarán finalmente los equipos de alta seguridad fronteriza que ofreció Estados Unidos? Públicamente no está claro nada, salvo que la Casa Blanca venció los obstáculos mexicanos y López Obrador aceptó la supervisión estadounidense de los equipos y, además, pagará por ello.
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