La decisión del presidente Andrés Manuel López Obrador de no asistir a la conmemoración de la Constitución de 1917, que estableció los
que rigen jurídicamente al país, y utilizar simbólicamente este 5 de febrero para enviar al Congreso casi dos decenas de reformas constitucionales, es el equivalente político al juramento que hizo Hugo Chávez al rendir protesta como presidente de Venezuela en 1999, donde en lugar de asumir el compromiso con el “Sí, lo juro” que marca la ley, afirmó: “Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo que, sobre esta moribunda Constitución, impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una carta magna adecuada a los nuevos tiempos. Lo juro”.
Chávez lo cumplió. Utilizó el andamiaje democrático que lo llevó al poder para que comenzara la demolición de la democracia en Venezuela. En el proceso de destrucción de aquel edificio institucional, colonizó a las instituciones para que hicieran lo que él dictaba. López Obrador lleva más de cinco años siguiendo ese camino, y a 34 semanas de dejar el poder quiere terminar su obra -espera que Claudia Sheinbaum gane la elección presidencial y la continúe- con una batería de reformas en donde destaca la del Poder Judicial, el último bastión que se mantiene autónomo y que ha impedido que arrase con la Constitución y viole la ley.
La exposición de motivos del proyecto de decreto para reformar al Poder Judicial que presentó al Congreso lo dice todo. Ministros, magistrados y jueces, considera el presidente, no son imparciales y privilegian los intereses de los grupos de poder creados, que afirma, son contrarios al interés público. No es nueva la apreciación de López Obrador, pero con la iniciativa de ley que presentó ayer al Congreso eleva cualitativamente su ataque al Poder Judicial y lo ubica como uno corrupto, sin legitimidad y abusivo. Implacable, quiere castigar al único de los tres poderes del Estado Mexicano que ha servido como contrapeso a sus excesos legales.
El presidente está actuando con una estrategia de dos pinzas contra el Poder Judicial, que ha frenado iniciativas de ley por ser abiertamente inconstitucionales, como su Plan B electoral que violó los procedimientos legislativos, su pretensión de clasificar sus megaobras como un asunto de seguridad nacional -y así mantener en secreto la forma como se administraron y gastaron los recursos del erario-, o como sucedió hace unos días en la Segunda Sala de la Suprema Corte, que declaró inconstitucional la reforma eléctrica.
La primera parte de la pinza para estrangular al Poder Judicial como hoy lo conocemos, se dio precisamente como consecuencia de ese voto al dictamen que presentó el ministro Alberto Pérez Dayán. López Obrador, bastante molesto con lo sucedido en la Corte, como trascendió en Palacio Nacional, habló con el coordinador del grupo parlamentario de Morena en la Cámara de Diputados, Ignacio Mier, y le pidió que armaran una embestida política contra el ministro, que sirviera para inhibir que otro ministro o ministra vuelva a votar contra sus proyectos. Servicial, Mier le informó posteriormente que irían por un juicio político contra Pérez Dayán y contra quienes se le cruzaran al presidente en la Corte.
La Suprema Corte de Justicia, como institución respondió valientemente. Pérez Dayán, no quien esté al frente del máximo tribunal, la ministra Norma Piña, pronunció el discurso en la conmemoración de la carta magna en Querétaro, donde dijo que el Poder Judicial siempre invalidará cualquier acto que no respete la Constitución, lo que lo mantuvo en la ruta de colisión con el presidente. Agregó que habría que alejar al Poder Judicial de la política, porque “militancia y judicatura no son afines”. Pérez Dayán no se inmutó ante las amenazas de Morena en el Congreso, y el Poder Judicial tampoco se asustó ante la belicosidad de López Obrador y su intento por desaparecerlos, modificando su esencia y destino.
Chávez sabía que no podría consumar su proyecto de eternizarse en el poder si no cambiaba las leyes, por lo que desde los albores de su gobierno inició la reconstrucción del marco jurídico que le permitiera el poder absoluto. Lo mismo hizo de forma más salvaje Daniel Ortega en Nicaragua, y en mayo de 2021 el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, luego de obtener el control absoluto de la Asamblea Legislativa, destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y nombró a los jueces que cuatro meses después, le autorizaron postularse a una reelección consecutiva pese a estar prohibido por la Constitución, que este domingo pasado consumó.
América Latina no es la única región que enfrenta regresión democrática. Pero la aparente facilidad con la que se han ido consolidando regímenes autocráticos ha sido posible por el creciente número de personas que favorecen la mano dura a costa de sus libertades. En el último informe de Latinobarómetro se observó que el apoyo al autoritarismo en México creció de 22 a 33% entre 2020 y 2023, mientras que el respaldo a la democracia cayó de 43 a 35%. Estos indicadores, señaló la ONG, es territorio fértil para los autoritarismos y los populistas.
López Obrador es un populista que va caminando hacia el autoritarismo. Lo que le resta del sexenio no será suficiente para instalarse en ese estadio, pero la apuesta por la reforma al Poder Judicial y su ataque a quienes se le enfrenten con la ley en la mano, apunta a su interés por dejar un nuevo edificio institucional a quien le suceda en el poder.
El presidente va a trabajar en los meses que le quedan del sexenio para ir amartillando su objetivo, mediante ataques sistemáticos al Poder Judicial que le servirán de manera dual para ir debilitándolo aún más en la opinión pública, y como discurso electoral, cuyo objetivo será que le aporte los votos suficientes para que en los últimos días de su sexenio tumbe la última frontera de la legalidad como la conocemos, y con la mayoría calificada en el Congreso transforme la Constitución en su Constitución.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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