La corrupción en Segalmex, la
creada por el presidente Andrés Manuel López Obrador para dar autosuficiencia alimentaria en los cuatro granos básicos de la dieta mexicana,
es monumental.
En sus dos primeros años de operar, la Auditoría Superior de la Federación encontró irregularidades por más de 15 mil millones de pesos, lo doble de la llamada Estafa Maestra, que se consideraba el mayor
atraco
en el gobierno de Enrique Peña Nieto. Lo que sucede en Segalmex es exponencialmente mayor, no sólo por la suma del dinero sucio, sino porque detrás de esos actos de ilegalidad se encuentra la mano de la Presidencia de la República.
Las acciones que ha emprendido la Fiscalía General de la República parecen más simulación que acto de justicia, para proteger a quien fue su primer director, Ignacio Ovalle, que le abrió la puerta a López Obrador de la administración pública federal, y a quien ha defendido el Presidente hasta el absurdo de limpiarlo moralmente de responsabilidad y culpa con el argumento que era un “buen hombre” que fue engañado por priistas. Es un timo a la opinión pública, por el encubrimiento de quien guardó silencio cuando hurtaban dinero público de la empresa que dirigía, y al ignorar que, en paralelo, sus colaboradores extorsionaban a proveedores, a quienes exigían comisiones bajo el disfraz y cuotas.
La parte de esas contribuciones obligadas es lo menos explorado en la esfera pública, porque los empresarios afectados no quieren hablar aún de la experiencia que vivieron desde el inicio del sexenio. Algunos de ellos fueron donantes en la campaña presidencial de López Obrador que fueron a cobrar por sus apoyos a Palacio Nacional, y fueron enviados con Ovalle para que se convirtieran en proveedores de Segalmex. Ovalle los recibía, pero no los atendía -de hecho, nunca quiso firmar nada, sabiendo que podría comprometerlo en el futuro-, pero los enviaba con sus subalternos, quienes les pedían que sobrefacturaran en 50% el monto total de sus productos que les regresaban, según dijeron algunos en privado. Eran instrucciones, decían, para recolectar dinero para “el movimiento”.
Es dinero político, aunque probablemente no en su totalidad, supuestamente destinados para la causa y el movimiento, salió del erario y provocó alertas de varios colaboradores presidenciales. Uno de ellos, el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, le informó poco después de asumir el cargo, que la corrupción en Segalmex era alarmante, como lo había sugerido la ASF, sin que hiciera nada.
En septiembre del año pasado, el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, le habló al Presidente de las primeras dos denuncias contra nueve probables responsables de las irregularidades en el manejo de recursos públicos durante 2019 y 2020. Poco después le reportó de 38 denuncias presentadas en la Fiscalía, en la Procuraduría Fiscal de la Federación, en la Unidad de Inteligencia Financiera y en la Secretaría de la Función Pública, sin que se movieran por medio año.
Las revelaciones de la prensa sobre la corrupción en Segalmex comenzaron en 2020, pero Ovalle era resguardado por una aura de impunidad, hasta febrero del año pasado, cuando fue sustituido por Leonel Cota, exgobernador de Baja California Sur y exlíder del PRD -cuando López Obrador todavía militaba ahí-, y que en el gobierno actual fungía como secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Ovalle no cayó en desgracia, y según un comunicado oficial, el Presidente lo había nombrado coordinador del Instituto Nacional para el Federalismo y el Desarrollo Municipal, adscrito a la Secretaría de Gobernación.
En la realidad de Palacio Nacional, López Obrador no se enteró de qué iba a suceder con Ovalle. No es algo inusual en el Presidente, que tiene un notable desinterés en todo tema que no sea electoral. Cuando se dio cuenta que Ovalle había sido nombrado para otro cargo, le reclamó a Lázaro Cárdenas, su entonces jefe de asesores, que se le hubiera designado. Cárdenas, según dijeron funcionarios, le respondió que Ovalle realmente no había hecho nada que no se le instruyera desde Palacio Nacional, por lo que, podría interpretarse, no podían abandonarlo sino protegerlo. Y se quedó en el cargo.
Segalmex, por lo que se puede colegir con la información pública hasta ahora, fue una caja a la que entraba dinero que no iba todo a la compra de granos para los segmentos más marginados del país, sino para ser utilizado, probablemente, con objetivos políticos. En sus dos primeros años de operación, la ASF detectó
por 15 mil 300 millones de pesos, duplicando la Estafa Maestra que ascendió a 7 mil 600, por lo cual, con pruebas inventadas por la Fiscalía, Rosario Robles, exsecretaria de Desarrollo Social en el gobierno de Peña Nieto, pasó tres años en la cárcel acusada de desvíos millonarios del erario.
Bajo la misma lógica con la que actuaron contra Robles, Ovalle debería estar en prisión, así como también el secretario de Agricultura, de quien depende Segalmex. Pero no. Lo que hay son órdenes de aprehensión contra 22 personas de rango mucho menor, acusadas por un desfalco de 15 mil millones de pesos, por el presunto delito de delincuencia organizada, lavado de dinero y peculado por la compra simulada de casi 8 mil de toneladas de azúcar.
Paralelamente hay una investigación en Estados Unidos, encabezada por el FBI y detonada por uno de los correos hackeados en los llamados Guacamaya Leaks, que revela que Segalmex fue utilizada por agentes de inteligencia venezolanos con estrechos contactos con funcionarios del gobierno lópezobradorista, para enviar al menos 210 mil toneladas de maíz a cambio de millones de barriles de petróleo, que es considerada una operación ilegal. Agentes estadounidenses han señalado que los mexicanos actuaron tanto por razones ideológicas -el apoyo al régimen de Nicolás Maduro y la llamada revolución bolivarista-, como por corrupción.
Segalmex es un pozo profundo donde se mezclan corrupción, extorsión, objetivos políticos e ideológicos, cuyo desfalco no cesa sino sigue creciendo cada año. Es también una bomba de tiempo que está sonando en el corazón de Palacio Nacional.
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