El asesinato de dos jesuitas y un guía de turistas en Cerocahui, en la Sierra Tarahumara no cabe, por su tipología, como un enfrentamiento entre grupos criminales. Fueron tres asesinatos a sangre fría que abren una ventana para observar lo que está sucediendo en esa región que, pese a estar a 500 kilómetros del Triángulo Dorado, santuario del Cártel de Sinaloa, vive bajo su presencia, influencia y control. Nos muestra también los errores de diagnóstico sobre el fenómeno del narcotráfico que tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador. Los criminales no son gente buena que deben ser cuidados por el gobierno, ni son violentos únicamente cuando se enfrentan a sus rivales, como asegura. Los criminales son eso, asesinos.
¿Qué puede decir a los familiares de los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, o del guía de turistas Pedro Palma, asesinados este lunes dentro del templo de Cerocahui? ¿Que lo perdonen? ¿Que sus actos son consecuencia de la pobreza? ¿Que ya está atacando las causas de la violencia con carretadas de dinero? ¿Que es parte de la “gente buena y trabajadora” a la que se refirió hace tres semanas en el enorme santuario del Cártel de Sinaloa en la Sierra Tarahumara? Puede alegar, como todos los días, que todo es culpa del expresidente Felipe Calderón y esconder que pese a que el presunto asesino, Jesús Noriel Portillo, era un objetivo prioritario del gobierno desde 2017, pudo transitar del gobierno de Enrique Peña Nieto al suyo, gozando de la misma impunidad.
El Presidente ha reconocido durante dos días consecutivos que la región en donde se cometieron los asesinatos tiene una fuerte presencia del crimen organizado. Si lo sabía, ¿por qué no hizo nada? Acribillaron a los jesuitas y al guía de turistas porque no había autoridad que los protegiera e impidiera que los mataran, pero el discurso oficial es diferente. Hoy, afirman los colaboradores del Presidente, trabajan como no lo hacía antes ningún gobierno, con trabajo de inteligencia para prevenir el crimen. Ya vimos que no.
Más grave aún, si el Presidente sabía qué pasaba ahí y no ordenó hacer nada, fue negligente, omiso y, por tanto, posiblemente violó la ley. Pero ya sabemos que esto lo hace todos los días. Tan impunes unos como el otro. Tan falta de rendición de cuentas los criminales como López Obrador. El gobierno, es cierto, ha hecho un buen trabajo de inteligencia para tener mapeada la actividad criminal en el país. Lo que no ha hecho es que sirva para prevenir los actos criminales. El triple asesinato en Cerocahui se estrella en su cara. ¿Qué es lo que sabía el gobierno?
Que Urique es un municipio asolado y controlado por la banda criminal Gente Nueva, que es el ejército de sicarios del líder máximo del Cártel de Sinaloa, Ismael
El Mayo
Zambada. También que Pedro Díaz Gutiérrez, hermano de la alcaldesa panista, Mayra Díaz Gutiérrez, fue vinculado públicamente a El Chueco, cuando lo investigaban por el asesinato del estadounidense Patrick Braxton-Andrew en 2018. Ni el gobierno federal ni el entonces gobernador de Chihuahua, Javier Corral, hicieron nada. Y hasta donde se sabe, las autoridades estatales y federales, no han interrogado aún a nadie sobre los crímenes en Cerocahui.
¿Qué más sabe el gobierno? Que el jefe de los matones de Zambada era, cuando menos hasta marzo pasado, Antonio Leonel, apodado
El 300, a quien detuvieron las autoridades en Tuxtla Gutiérrez. Ese golpe no afectó las operaciones de Zambada con Gente Nueva, que ha ido quitando gradualmente influencia en esa región a los hijos y ahijados de Joaquín
El Chapo Guzmán, que tienen el control de la Sierra Tarahumara desde el Triángulo Dorado, donde hace tres semanas, en uno de sus municipios, Guadalupe y Calvo, el Presidente supervisó la obra de una carretera que lo conectará con Badiraguato, la cuna de los grandes capos del narcotráfico mexicano.
La Sierra Tarahumara tiene un valor estratégico. No sólo por ser trasiego de drogas y de armas, que se envían a otros campos de batalla, como en la actualidad a Zacatecas, sino por los laboratorios de opiáceos. El gobierno también sabe que entre más altos se encuentren los laboratorios, mayor su retorno, al disminuir considerablemente su costo por el impuesto criminal en las carreteras. Desde lo alto pueden tomar caminos que bordeen las zonas de pago, sabiendo que no serán molestados por nadie. La Guardia Nacional, responsable de las carreteras nacionales, no vigila, no contiene, no inhibe. La mejor fotografía de su inutilidad se aprecia en algunas autopistas que conectan con la Ciudad de México donde hay patrullas pintadas sobre tablas, apostadas a la orilla del camino.
El gobierno sabe que, en la región tarahumara, Zambada también cuenta con el apoyo de Los Cabrera, su brazo armado en Durango -cuya sierra también es parte del Triángulo Durado- y Zacatecas. Los Cabrera, encabezados por José Luis Cabrera, han estado vinculados al Cártel de Sinaloa, primero con
El Chapo Guzmán y ahora con Zambada, desde 1996, cuando empezaron a proveerles de heroína y mariguana desde Durango. El gobierno conoce de las ramificaciones que tienen Los Cabrera con políticos en Durango, pero, pese a no ser de Morena, también extiende impunidad.
Es cierto que el fenómeno de la violencia es heredado. También es cierto que, a diferencia de todos los gobiernos anteriores que la sufrieron -los de Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto-, López Obrador prefirió cerrar los brazos salvo para dar abrazos. López Obrador ha dicho que, aunque se burlen de él, se mantendrá invariable en esa estrategia.
Las burlas son lo de menos. Los juicios político e histórico serán implacables con el Presidente cuando se analicen sus frases y acciones contra resultados. Ahí, en el Triángulo Dorado, dijo recientemente que es una región estigmatizada, porque en realidad hay mucha bondad. El recuerdo de Campos, Mora y Palma lo perseguirá a él y a su dogmatismo absolutista. No hay duda de esto.
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