El juicio de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública en el gobierno de Felipe Calderón, se ha vuelto un asunto de Estado para el presidente Andrés Manuel López Obrador. Quiere que en la opinión pública mexicana no haya tema más importante que el juicio que apenas comienza, y que la Corte del Distrito Este en Brooklyn lo encuentre culpable de colaborar con el Cártel de Sinaloa. López Obrador está comprometiendo cosas impensables, en una clara necesidad política para cobrarle a Calderón la factura por haberlo derrotado en las elecciones presidenciales en 2006, y darle un motivo para perseguirlo penalmente. No hay semana en donde no se refiera a los dos, y acuse a García Luna de corrupción, usándolo como símbolo y esencia de aquel sexenio.
Es tal la ansiedad de López Obrador que ayer pidió a la Corte -donde no tiene voz ni voto-, lo que sería ideal para sus objetivos: que el juez Brian Cogan permita que García Luna muestre su amplia colaboración con funcionarios y ex funcionarios de Estados Unidos en el combate al narcotráfico, como prueba de inocencia de recibir sobornos del narcotráfico, como pide su defensa, y que apruebe que se den a conocer sus ingresos y el origen de ellos después de fungir como secretario, como lo desea la Fiscalía. Para las partes que litigan en Brooklyn, las posturas son excluyentes.
Pero para López Obrador es fundamental para que al explicar la “doble vida” que llevaba García Luna, donde “por un lado se le premia, se le reconoce, y por otro lado él tiene una relación de protección a la delincuencia organizada”, se pueda saber hasta dónde “estaban metidas” las autoridades estadounidenses con el exsecretario, que le reforzaría su narrativa y aumentaría la presión pública contra Calderón, asumiendo que comprobaría que las agencias y servicios de inteligencia de Estados Unidos, como lo ha especulado, tenían una autorización amplia del gobierno para intervenir a sus anchas en México.
El gobierno de Calderón, como supone López Obrador, sí estableció una relación sin precedentes con el gobierno estadounidense en materia de seguridad, que provocó tensiones dentro de su gabinete de seguridad y conflictos entre García Luna y el procurador general Eduardo Medina Mora -que podría ser uno de los testigos que hablen en contra del exsecretario-, que también causaron choques entre las agencias de ese país, en particular con la DEA, que se inclinó hacia el lado del exfiscal mexicano a cambio de privilegios en los interrogatorios de narcotraficantes.
Lo paradójico es que López Obrador está dispuesto a hacer exactamente lo que critica del pasado, a cambio de que la Corte del Distrito Este encuentre culpable a García Luna. En semanas recientes hubo una petición directa al más alto nivel para que a cambio de que el gobierno de Joe Biden cabildeara con el juez Cogan para llegar a esa conclusión en el juicio, colaboraría ampliamente en materia de seguridad, en los términos como ha venido solicitándole Washington. Ese
quid pro quo
es posible aunque se ve poco probable porque, a diferencia de la experiencia de López Obrador con el Poder Judicial mexicano, la autonomía de los jueces está por encima de las presiones políticas en ese país.
El mensaje a Washington fue que para López Obrador, la condena de García Luna es un asunto de Estado, sin aclarar que con ello vincula penalmente a Calderón en México a partir de las razones por las que sentenciarán al exsecretario. Políticamente sería un manjar que, para imaginar la dimensión de su impacto, basta ver cómo ha capitalizado la Operación Rápido y Furioso, donde pese a no estar involucrado, existe una orden de aprehensión, que mantienen en stand by contra el expresidente por esa polémica iniciativa, y que pese a que no se sostendría en un juicio, lo empujó a irse a vivir a España.
Se desconoce cómo recibieron el mensaje en la Casa Blanca, porque esto implicaría la voluntad política de López Obrador para cumplir las tres principales exigencias de Estados Unidos en la materia, las extradiciones de Rafael Caro Quintero y de Ovidio Guzmán López, y acciones efectivas para reducir el tráfico de fentanilo a Estados Unidos. Esto, sin embargo, difícilmente lo cumpliría el Presidente, quien ha dado señales claras de que no quiere extraditarlos, y que tampoco desea mejorar la cooperación en seguridad con el gobierno de Biden.
La deficiente comprensión de López Obrador sobre cómo funcionan las cosas en Estados Unidos dificulta la materialización de sus deseos. Ayer, por ejemplo, para reforzar su crítica a los funcionarios de Estados Unidos por no haber visto o haber tolerado la “doble vida” de García Luna, mostró una fotografía hace tiempo difundida, pero publicada esta semana en The New York Times, de la visita en 2009 de la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton, al Centro de Mando de la Policía Federal en Iztapalapa, acompañada por García Luna, cuando el vicepresidente en ese momento era Biden.
A diferencia de lo que cree López Obrador en México, los gobiernos en Estados Unidos no se manejan a través de los paradigmas del antes y el después. En México, López Obrador se ha deslindado de las políticas del pasado y las ha demolido. En otras naciones no se destruye todo lo que hicieron otros gobiernos, ni a nadie se le ocurre que el pasado marcó un fin y el presente un nuevo amanecer. Hay líneas continuas, no necesariamente idénticas en todos los campos, incluso cuando los gobiernos pertenecen al mismo partido, y hay políticas de Estado que marcan cuáles son las razones que definen a una nación.
Para López Obrador la única razón de Estado, al menos en este tema, es lo que juega en beneficio de sus creencias y fobias. No le importa que se haga justicia en Brooklyn, ni da margen a la presunción de inocencia de García Luna. Necesita su condena para iniciar una persecución penal contra Calderón y acabar, de manera definitiva, con él.
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