En el mundo ya clasificaron en definitiva al presidente Andrés Manuel López Obrador como populista. El
Financial Times
le recetó al presidente mexicano en un editorial el lunes, que se “estaba revelando así mismo como un populista autoritario”. Ese mismo día, Anastasia O’Grady, la especialista en asuntos latinoamericanos del The Wall Street Journal, escribió que tras el doblez registrado en la Suprema Corte de Justicia por la consulta popular, López Obrador podría tener éxito en los cuatro años que restan de su sexenio, para gobernar como un autócrata. Y el miércoles, el ex subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, Larry Summers, retomó su tesis de la resurrección del populismo en América Latina, con México, Argentina y Brasil como vanguardia del renacimiento.
López Obrador se ha referido varias ocasiones durante los dos últimos años a la estigmatización que se tiene de él. En su campaña presidencial dijo que sus opositores lo acusaban de populista cuando “ni siquiera saben de lo que se trata”, y posteriormente señaló que si querer bajar sueldos o entregar medicamentos gratis es ser populista, “que me apunten en la lista”. Algunos autores consideran que el populismo es una expresión de la soberanía popular, de la que habla López Obrador con regularidad, como en el contexto de la consulta para enjuiciar a ex presidentes, donde antepuso la democracia participativa a la democracia representativa, al que se refieren seis artículos de la Constitución. Otros autores piensan que el populismo es como renació el fascismo tras la caída de Benito Mussolini en la Segunda Guerra Mundial.
A favor de López Obrador se podría recordar a Isaías Berlín –un liberal, como los que detesta el Presidente-, quien en una conferencia en la Escuela de Economía de Londres en 1967, dijo que quien buscara saber lo que es el populismo, sufriría del Complejo de Cenicienta. En una frase multicitada a lo largo de los años, Berlín ironizó: “Existe un zapato, en la forma de populismo, pero ningún, o casi ningún pie lo puede calzar”. Lo que planteaba Berlín era que no se podía ver el populismo como una forma de ideología, y que tampoco debía reducirse a un estilo retórico y demagógico.
En este sentido, López Obrador no es el típico populista como se le llama en México. A los últimos presidentes a los que se etiquetó de populistas fueron Luis Echeverría y José López Portillo, con quienes si bien López Obrador tiene vasos comunicantes a través de la vieja corriente del PRI del nacionalismo estatizador, también se encuentra en sus antípodas económicas, porque su política no es de incrementar el gasto público sin importar la inflación, como ellos, sino de controlar y reducir el gasto a niveles nunca vistos, y no endeudarse, que es algo que ninguno de los gobiernos que tanto critica como “neoliberales”, llegaron a hacer. Para usar sus mismas categorías de análisis, López Obrador se encuentra a la derecha del Fondo Monetario Internacional.
La incoherencia ideológica del Presidente confunde a muchos y él tampoco ayuda con sus respuestas chabacanas a las críticas de que en lugar de cuestionarlo, tendrían que pedir perdón por haber apoyado, dice, a gobiernos neoliberales. Si sus acciones económicas y sociales son conservadoras, y sus políticas-políticas reaccionarias, su retórica es lo que llena la arena pública en donde lo clasifican como un populista. En un terreno de imágenes y símbolos, como él mismo ha construido su gobierno a través de las mañaneras, que le endilguen la etiqueta de populista no es algo que debe extrañar. Lo que sí tendría que preocuparle es que esos actores políticos y agentes económicos a quienes les exige disculpas -ingenuamente pensando que alguien lo toma en serio-, es a quienes escuchan los inversionistas en este mundo que, como reconoce en otras de sus contradicciones entre lo que dice y lo que hace, es interdependiente.
Esto explicaría lo que dijo hace unos días el jefe de Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, que ante la estrechez de los márgenes del gasto público, el único motor del desarrollo mexicano será el sector privado y sus inversiones. Sin embargo, no es un mensaje de López Obrador. Lo que diga Romo es irrelevante, dejó de ser la voz del Presidente. Las palabras y decisiones de López Obrador ocupan todo, infligiéndose daño así mismo con los inversionistas. El último termómetro de ello es la encuesta que Buendía y Laredo realizó para Credit Suisse, el banco que regularmente pregunta a inversionistas mexicanos y extranjeros cómo ven la economía mexicana.
La encuesta mostró que el 89% de los entrevistados consideran que López Obrador minimizó el impacto de la covid en la economía, por lo que el 35% cree que será hasta 2023 cuando regrese la economía a niveles pre-pandemia. El 26% piensa que la recuperación podría darse en el 2022, y el 23% en 2024. Mostrando también la incoherencia entre dichos y hechos del Presidente, el 73% de los extranjeros y el 50% de los mexicanos estimaron que su presupuesto para el próximo año es “abiertamente conservador”.
La percepción que tienen sobre el estado actual de la economía es terrible. El 100% de los economistas y el 95% de los inversionistas dijeron que la economía está peor que hace un año, pero 7 de cada 10 piensa que estará mejor dentro de 12 meses. Les preocupa (42%) la volatilidad financiera en el mundo, la incertidumbre sobre las perspectiva económicas (32%), y en menor grado (22%), la incertidumbre política. Estos datos, si los lee correctamente López Obrador, le dan márgenes para recuperar confianza y neutralizar la creciente estigmatización de populista.
Modificarlo depende únicamente de él y de nadie más. Tiene camino ganado con su política económica ultra conservadora, pero despilfarra ese capital con sus arrebatos retóricos. Modulación y filtro es lo que necesitaría el Presidente que, sin embargo, se ufana de no tenerlos.
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