La “verdad histórica” sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, con la cual el procurador Jesús Murillo Karam dio por terminada la investigación del crimen, fue una frase grandilocuente que le cuestionaron internamente, pero que se oía hueca. La verdad política, como ahora el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador quiere cerrar el caso, es sonora, contundente, y llena el imaginario colectivo de muchos, pero, igualmente, está hueca. La diferencia es que aquella se pudrió y esta pueden corregirla, porque está llena de inconsistencias, omisiones y contradicciones.
El jueves pasado el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, dio a conocer un informe preliminar sobre la desaparición de los normalistas, donde afirmó que mediante “una acción concertada desde el aparato organizado del poder”, se cometió un “crimen de Estado”. La fuerte declaración fue seguida con la detención de Murillo Karam, el primer procurador general de la República en la historia, tras las rejas. Aplausos de pie de muchos y críticas de los menos. En medio, el faltante de elementos jurídicos fundamentales.
El principal es el móvil, que es lo que explica un crimen. Sin móvil, ¿a qué obedeció todo? Las autoridades afirman que hubo encubrimiento, pero dejan suelta la pregunta, ¿encubrimiento de quién? ¿para qué? La acusación contra Murillo Karam, una de las 83 personas contra quienes se giraron órdenes de aprehensión, es por los delitos de desaparición forzada, tortura y contra la administración de justicia. Los dos primeros no proceden, porque las leyes que se le aplican son posteriores no sólo al crimen, y en la Constitución existe el principio de irretroactividad. En cambio no le imputaron un delito flagrante: alteración del debido proceso, al dar a conocer videos de presuntos criminales.
El “crimen de Estado” es una bonita frase, pero no se sostiene salvo en la narrativa política. Los crímenes de estado son delitos cometidos por agentes estatales o particulares que actúan en complicidad o con la tolerancia del Estado. La “acción concertada desde el aparato organizado del poder” que mencionó Encinas, se queda muy trunca en el sentido de la definición. La línea de mando del Estado no llegó al expresidente Enrique Peña Nieto, contra el cual no hay acción en curso por esta razón, y el estado de Encinas -así, con minúsculas -, no llega tampoco a la estructura de poder que señala. Las acusaciones tocan los mandos de la PGR, de la Policía Federal y el hilo militar más delgado.
¿Se puede hablar de crimen de Estado si está fuera de la ecuación Peña Nieto? ¿O el exsecretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, o el anterior secretario de la Marina, Vidal Soberón, o el actual, José Rafael Ojeda, que era el jefe de la Zona Naval en Acapulco? Encinas redujo la responsabilidad militar al entonces coronel José Rodríguez Pérez, exjefe del 27º Batallón de Infantería, que está en Iguala, que dependía del jefe de la Zona Militar, que a su vez dependía del jefe de la Región Militar, el general Alejandro Saavedra Hernández, actualmente director del Instituto de Seguridad Social de las Fuerzas Armadas.
Encinas llegó al extremo de establecer que la responsabilidad del joven militar infiltrado en Ayotzinapa -en realidad eran dos, pero uno no iba en el grupo victimado- recaía en el coronel Rodríguez Pérez, lo que es una barbaridad. El área de Inteligencia no se manejaba en Iguala, o en ninguna otra parte del país, sino desde la Ciudad de México, bajo otro mando. Otra afirmación para recargar en el coronel la responsabilidad, es que
abandonó
al soldado. Sabía el agente de inteligencia que iban a ir a Iguala, como muchas veces antes lo habían hecho, no que casi 10 horas después iban a ser víctimas de un crimen.
El subsecretario ha culpado por años al Ejército de la desaparición de los normalistas, pero no le alcanza todavía. La bitácora confidencial de la Secretaría de la Defensa sobre lo que pasó aquella noche en Iguala en del cuartel, cuenta una historia diferente. Del total de personal en el Batallón, aproximadamente el 30% estaba en una operación en Taxco la noche del 26 de septiembre de 2014, otro 30% estaba franco y del 30% restante, la mayoría no era operativo. Esa noche salieron a las calles de Iguala militares de oficina y mantenimiento para reportar lo que sucedía.
Uno de los incidentes que se les imputa fue haber impedido que atendieran a normalistas heridos en un clínica privada. Es cierto, pero llamaron una ambulancia para que los atendieran, sin detenerlos. Otro incidente fue cuando el exfiscal de Guerrero, Iñaki Blanco, que inició esa noche las averiguaciones y detuvo a los policías de Iguala -lo que hizo en 48 horas ha sido la base de todas las investigaciones posteriores-, pidió apoyo para interrogarlos en el cuartel ante la movilización de transportistas al servicio de Guerreros Unidos para liberarlos, pero se lo negaron.
El sábado, durante la audiencia de Murillo Karam, los fiscales lo acusaron de “fraguar premeditadamente” y de manera “dolosa” la “verdad histórica”, en un cónclave donde se encontraba, entre otros, el secretario de Seguridad de la Ciudad de México, Omar García Harfuch. Esa reunión fue referida en este espacio en su momento, reconstruida con participantes que revelaron la oposición de varios de los colaboradores de Murillo a que utilizara esa frase. “¡El procurador soy yo!”, les respondió, recordó uno de ellos, en una narración antagónica a la descrita por los fiscales.
Hay un dato más muy relevante, olvidado convenientemente, las grabaciones de la DEA que investigaba a Guerreros Unidos. Las grabaciones,
por
Eje Central
hace cuatro años, tienen el minuto a minuto de aquella noche -hasta las 23 horas- que muestra cómo los jefes de Guerreros Unidos decidieron y planificaron el crimen. Estas grabaciones solas, tirarían la versión actual. Pero quedan otras inconsistencias y contradicciones, que tendrán que ajustar para evitar que lo que hoy están haciendo, se les revierta más adelante por las mismas razones, inventar soluciones a una tragedia.
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