La imputación política ha perseguido desde 2014 al presidente Enrique Peña Nieto: la desaparición de los 43 normalistas de Iguala el 26 de septiembre de ese año, fue un crimen de Estado. La definición convencional lo caracteriza como “la desviación organizacional por parte de agencias del Estado que involucra la violación de los derechos humanos”. Ninguna institución que revisó y estudió el actuar del gobierno federal en la investigación de la desaparición de los estudiantes, ha señalado que se trató de un crimen de Estado, pero existen bases sólidas para que esa imputación tenga asideras en el campo político y, por tanto, permite un golpeteo sistemático y permanente contra la administración peñista. La paradoja para el presidente es que se lo ganó a pulso.
La falta de oficio político fue la entrada a esta pesadilla política-jurídica que acompañará a Peña Nieto aún después de concluir su Presidencia. La noche del 26 de septiembre, el entonces gobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre, se comunicó con el subsecretario de Gobernación, Luis Miranda, incondicional y confiable para el presidente Peña Nieto, para informarle que había un serio problema con normalistas de Ayotzinapa en Iguala. No había suficiente información en ese momento, pero en el gobierno federal, que tenía información policial y de inteligencia civil y militar de lo que pasaba, no hicieron nada. Miranda no alertó a sus jefes, ni dispuso de acciones federales extraordinarias para intervenir inmediatamente en ese caso. La omisión inicial, sin embargo, se iría reforzando con la insolencia y arrogancia frente a los hechos, que continuaron marcando esos primeros días en Los Pinos.
El domingo 28, los periódicos de la Ciudad de México dieron cuenta pormenorizada de la represión a la que habían sido sometidos los normalistas por parte de la policía municipal de Iguala. Pero en Los Pinos había otra lectura, inducida por el procurador Jesús Murillo Karam, cuya información llevó a la conclusión a los colaboradores del presidente, “que todo había sido un conflicto entre narcotraficantes”. A uno de los presentes en esa reunión se le hizo ver que quienes estaban involucrados eran normalistas de una escuela que por décadas había sido beligerante y confrontada con la autoridad. “Ahí todos son narcotraficantes”, respondió tajante. Era un punto final a esa discusión sin entender que el tema, por la propia naturaleza de que las víctimas eran estudiantes, tomaría una dimensión muy diferente a la que habían analizado. La soberbia era la marca de la casa.
Un día después, el lunes 29, en la reunión de estrategia que tenía el jefe de la Oficina de la Presidencia, Aurelio Nuño, se preguntó sobre el caso. Cuando la respuesta fue que estaban involucrados policías municipales de Iguala, Nuño determinó que era un caso estatal, que lo debería resolver el gobernador Aguirre, porque no era de competencia federal. Ese diagnóstico permeó lo que vendría días después con la actitud y el discurso presidencial. Al día siguiente, Peña Nieto lamentó los hechos y subrayó que “es muy claro que el gobierno federal no puede sustituir las responsabilidades que tienen los propios gobiernos estatales. Había ya, en ese momento, una contradicción: si como dijo Murillo Karam, era un conflicto entre “narcotraficantes”, al ser ese un delito federal, la PGR debió haberlo atraído. Las inconsistencias se acumulaban.
El CISEN y la Marina enviaron reportes diarios a Los Pinos sobre el caso de Ayotzinapa, pero la forma como se procesaban y sintetizaban, hacían que el presidente tuviera menos información, en cantidad y calidad, que si leyera un periódico. Peña Nieto no tenía información relevante sobre lo que estaba pasando, pero tampoco le importó mucho, porque no exigió que se la dieran. El gobierno estaba ausente y crecían las críticas en la opinión pública sobre su omisión. La PGR, que por oficio tenía que involucrarse, buscó dar golpes efectistas y trató infructuosamente de procesar al gabinete de seguridad de Aguirre, y vincularlo al crimen organizado que para esos momentos, ya se tenía evidencias de su participación central en la desaparición. No había bases para ello, por lo que no avanzaron en esa línea.
Voltearon a ver al gobernador Aguirre, pero había dos líneas contrapuestas en el equipo de Peña Nieto. Por un lado, en la PGR varios funcionarios intentaron obtener declaraciones ministeriales que lo involucraran y abrirle un proceso, y por el otro, en Los Pinos sostenían que el gobernador debía ser apoyado en su cargo porque él tampoco era responsable, y su salida del gobierno no resolvería sino complicaría las cosas. Aguirre finalmente tuvo que pedir licencia ante la descomposición en Guerrero, pero cuando dejó la gubernatura, un mes después, su salida no tuvo ningún impacto; se había agotado el tiempo para contener, como hizo el presidente Ernesto Zedillo con el gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa, en 1995 en la matanza de Aguas Blancas.
Tarde se dieron cuenta del error cometido. Nunca admitirían sus acciones fueron provocadas por incompetencia y soberbia. Nuño es hoy coordinador de la campaña presidencial de José Antonio Meade. Murillo es un operador político del PRI. Miranda es candidato plurinominal al Congreso. Su jefe, Miguel Ángel Osorio Chong, llegará por la vía plurinominal al Senado. El entonces jefe del CISEN, Eugenio Imaz, es hoy consejero en la Embajada de México en España. Nadie de los directamente involucrados pagó nada por lo que hizo y dejó de hacer. Quien tiene que rendir cuentas ante la historia y eventualmente ante la justicia es Peña Nieto, a quien un crimen municipal, se le volvió de Estado.
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