El juicio de Joaquín El Chapo Guzmán arrancó en la Corte Federal de Brooklyn de forma estridente. Jeffrey Lichtman, su abogado defensor, reconoció que su cliente sí era narcotraficante –siempre dijo en México que era agricultor- pero de baja ralea, bajo las órdenes de Ismael El Mayo Zambada, quien paga sobornos a dos presidentes mexicanos, a jefes militares y policiales y a agentes de la DEA, para que no sea capturado, mientras que el fiscal Adam Fels sacó de la nada una revelación extraordinaria: el asesinato del cardenal Juan José Posadas Ocampo en Guadalajara en 1993, fue cometido por el gobierno de Carlos Salinas. En la presentación de sus argumentos iniciales, quedó claro que en el banquillo de los acusados también están los gobiernos de México.
El escándalo que produjeron esas revelaciones en México quedó atrapado en las diferencias políticas, pero esa a favor y en contra de las viejas imputaciones de vinculación de los cárteles de la droga con los gobiernos mexicanos, están desgastadas. Pero las imputaciones de los abogados, que anticipa la presentación de más de 300 mil documentos de evidencias, 14 mil grabaciones telefónicas, fotografías satelitales y testigos protegidos, que aportarán los fiscales de Brooklyn, Miami y el Departamento de Justicia, y la defensa de El Chapo, abrirán una puerta muy grande en la relación del crimen organizado con funcionarios mexicanos a lo largo de los años y deberá obligar al próximo presidente, Andrés Manuel López Obrador, a investigarlos para determinar si hay sustento o no en las acusaciones.
No es solamente la defensa del narcotraficante sinaloense la que abrirá esa Caja de Pandora en tribunales donde no tiene influencia ni capacidad para obstruir el gobierno federal, sino que los fiscales, en una Corte abierta, ventilarán las miserias institucionales de México. El juicio de Guzmán no es el final de una carrera criminal, sino el principio que por años hemos esperado muchos mexicanos para saber el grado de protección que tuvo del gobierno. En febrero de 2014, días después de la segunda captura de El Chapo, escribí en El País de Madrid:
“El Chapo Guzmán logró evadir a policías y militares en buena parte gracias a las luchas entre los funcionarios durante los gobiernos panistas. En el Gobierno de Vicente Fox, en al menos tres ocasiones agentes federales estuvieron a horas de capturarlo, pero en dos ocasiones las indiscreciones de funcionarios ayudaron a que se escapara, y en otra, la falta de una autorización para que se procediera a detenerlo, le permitió huir. En el de Felipe Calderón, los conflictos intramuros que tenían como su arena pública la prensa, impidieron el objetivo. En una ocasión, cuando se seguía una pista muy segura y se había detenido a quien conocía su bitácora, dentro del mismo gobierno se boicoteó la búsqueda cuando revelaron a la prensa en qué andaban los agentes federales”.
En el arranque de la guerra contra las drogas del gobierno de Calderón, los operativos federales realizados en la frontera norte tenían un patrón extraño que nunca fue aclarado. Las fuerzas de seguridad, sin importar si la incidencia delictiva era relevante o no, operaban contra el cártel que predominaba en la región, como el de Tijuana o el de Juárez, y los neutralizaba. Como consecuencia sistemática de esa acción, la facción de Guzmán del Cártel del Pacífico -o Sinaloa-, pasaba a ocupar y dominar la plaza. Cuando llegó Peña Nieto al gobierno, hubo cambios importantes en el penal del Altiplano, en Almoloya, donde estaba recluido Guzmán.
La Comisión Nacional de Seguridad, que para entonces ya había sido absorbida por la Secretaría de Gobernación, logró que se retirara el Ejército de la vigilancia y seguridad perimetral de la cárcel de máxima seguridad, sustituyéndola por el CISEN, que instaló un equipo de monitoreo permanente dentro del penal, con réplicas en el cuartel general del servicio de inteligencia civil, y uno en la oficina del entonces secretario Miguel Ángel Osorio Chong. En paralelo, se cancelaron los protocolos de seguridad en el penal, se dejó de dar mantenimiento a los seis diferentes tipos de sensores subterráneos, se relajaron las restricciones para las visitas al penal, y se rechazaron todas las peticiones de las autoridades carcelarias para que lo cambiaran de celda o de penal. El Chapo no se escapó antes de esa cárcel, porque no fue detenido antes.
Tras su fuga y recaptura, la organización criminal ascendente fue el Cártel Jalisco Nueva Generación, que se expandió y fortaleció al mismo tiempo, pero con diferente potencia, que Los Zetas, Los Caballeros Templarios y el propio Cártel de Sinaloa, gracias a ocho meses de gracia que les dio el gobierno de Peña Nieto de no combatirlos. Le llamaron estrategia, pero la consecuencia fue que la organización que se surgió de forma autónoma de la facción que controlaba El Chapo Guzmán.
El Cártel Jalisco Nueva Generación se convirtió en una de las organizaciones criminales más poderosas del mundo durante el sexenio de Peña Nieto, y aunque en los últimos meses han buscado capturar a sus líderes, los esfuerzos han sido inútiles. La vez que estuvo más cerca el Ejército de capturar a su jefe, Nemesio Oseguera, El Mencho, fue el 1 de mayo de 2015, cuando se realizó un operativo en Jalisco, que también fracasó porque policías federales en Guadalajara le advirtieron que iban por él.
La relación de altos funcionarios de diversos gobiernos con el crimen organizado ha emergido de manera fragmentada y particular. Nunca como un fenómeno sistémico. El juicio de El Chapo nos permitirá asomarnos a esa realidad mexicana que, como afirmó Lichtman, “pondrá los pelos de punta”.
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