Enrique Ochoa es el presidente del PRI históricamente con la lengua más larga. De la cola, ni hablar. La tiene corta. Pero más grande que su soez comportamiento son sus mañas y formas. Todo confluyó el fin de semana cuando en Tabasco habló de “los prietitos de Morena”, para referirse a los priistas que dejaron al partido para sumarse al de Andrés Manuel López Obrador. Involuntariamente gracioso, se atropelló con su boca. Horas después tuvo que pedir disculpas, recordando su propio color de piel. Ochoa, quien en los últimos meses se dedicó a poner epítetos y vituperios a los precandidatos Ricardo Anaya y Andrés Manuel López Obrador, coronó así la precampaña. Si alguien fue grosero y grotesco en este periodo, Ochoa ganó de calle el primer lugar.
Llegó al PRI por decisión del presidente Enrique Peña Nieto, quien de esa forma mandó un mensaje al partido que por la boca de Ochoa hablaría él, y que sería el transmisor de sus decisiones ejecutivas. Se podría alegar que se le pasó la mano al dirigente quien, además de la retórica tramposa, siempre usa el mazo sobre los adversarios del candidato del partido en el poder, José Antonio Meade, para minarlos. Visto cómo terminaron las encuestas de preferencias electorales en la precampaña, su gestión fue un fracaso. Se incrementó la percepción de victoria de López Obrador y ha hablado tanto de la corrupción de Anaya, que está en camino de blindarlo de esas imputaciones.
Su lengua lo coloca siempre en la ruta del bumerán. En diciembre, cuando Anaya tuvo una de sus varias escaramuzas con El Universal, que no ha dejado de publicar documentos de presunta corrupción del precandidato del Frente opositor, Ochoa le exigió que dijera los nombres de los medios que consideran no dicen la verdad, porque no se podían realizar señalamientos sin ofrecer pruebas. Afirmó también que respetaba la libertad de expresión y reconocía que los medios de comunicación son críticos. Menos de un mes después, avaló el amago del equipo de campaña de Meade de demandar al portal Animal Político por haber publicado que durante su gestión como secretario de Desarrollo Social, hubo desvíos por 540 millones de pesos. El portal no descubrió el hilo negro. Divulgó una reporte de la Auditoría Superior de la Federación. Pero aún si se hubiera equivocado, la amenaza lanzada para inhibir, sólo es propia de mentes autoritarias.
Ochoa ha sido el campeón de las analogías de López Obrador con Venezuela. Una propuesta de nación estatista del precandidato de Morena, ha sido suficiente para equipararlo con presidente Nicolás Maduro, que ha ido cerrando, mediante la utilización de los recursos que le dio la democracia a Venezuela, los vida democrática en aquella nación. El argumento siempre ha sido simplista y omite, porque uno no puede pensar que sea ignorante, las diferentes composiciones de poder y contrapesos en el Congreso y la Suprema Corte de México y Venezuela, la vitalidad de un sector privado que allá ha sido timorato y estado desorganizado y, quizás lo más importante, que mientras López Obrador choca sistemáticamente con las Fuerzas Armadas, Maduro depende del Ejército para mantenerse en el poder.
El líder del PRI polariza, pero no sólo fuera del partido, sino en su interior. No ha sido un dirigente que cohesione, porque carece de autoridad moral y política entre la base militante, al ser un tecnócrata con poca vida partidista. Sin embargo, lo que se ve fuera del partido no es lo que sucede adentro. Ochoa es bastante bien apreciado por el equipo cercano al presidente Peña Nieto, porque consideran que ha peleado en la arena pública, con estridencias y excesos quizás, pero de manera permanente, sin ser el líder ortodoxo del pasado que optaba por el trabajo sordo sin confrontación. “Lo que tiene Enrique”, dijo una persona que lo conoce bien, “es que es un soldado que hace lo que le digan. Si le piden que se pare de manos y luego se tire por la ventana, él dirá ‘sí señor’ y lo hará”. Es decir, le es funcional al presidente y al coordinador de la campaña presidencial, Aurelio Nuño, aunque en los cuartos de guerra priistas lleguen a discrepar con él.
Ochoa forma parte de uno de los cuatro cuartos de guerra de la campaña, el que se reúne alrededor de las siete de la noche todos los días, donde participan casi una veintena de priistas experimentados –es el lugar donde Nuño pensó que podría abrevar de su conocimiento-, donde a veces les hacen caso y en otras los ignoran. No se integra los otros cuartos de guerra, que son el de comunicación y estrategia –el más importante-, el de voceros y el jurídico, lo que de alguna manera, aunque no lo digan internamente de esa forma, tiene acotado su acceso a información al desconocer en su totalidad lo que piensa y ordena Nuño.
Las llamadas en la prensa para que lo renuncien, no están cayendo en tierra fértil. Su trabajo, donde importa, está bien valorado. El presidente Peña Nieto lo dejará al frente del PRI el tiempo que considere necesario y si piensa que el arranque de campaña a finales de marzo requerirá un nuevo dirigente, entonces procederá. Por lo pronto, ya colocó a un experimentado operador, en la línea de sucesión, Rubén Moreira, el ex gobernador de Coahuila, nombrado el fin de semana secretario de Organización, el número tres del PRI. Ahí estará en la reserva estratégica hasta que desde Los Pinos decidan que la vida priista de Ochoa se agotó.
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