¿Hay una molestia creciente contra el presidente Enrique Peña Nieto dentro del PRI? Está claro. ¿Hay movimientos para armar campañas por la candidatura presidencial al margen de los tiempos de Peña Nieto? También. ¿Hay esfuerzos por descarrilar al líder nacional impuesto, Enrique Ochoa? Por supuesto. Lo que no hay es la determinación de los priistas por rebelarse ante su jefe político y romper con él, no violenta, sino pacífica y políticamente. La toma de protesta de consejeros políticos este domingo en el PRI, volvió a demostrar que a la hora de la verdad se subordinan ante su Tlatoani, aunque a sus espaldas lancen flechas de fuego en su contra.
Ahí estaban los ex funcionarios priistas a los que pisotearon tras la derrota del 5 de junio. Los gobernadores que han visto en las barbas de sus colegas que no basta haber ayudado al presidente a ganar elecciones, incluida la suya, porque ni él ni su equipo conoce de lealtad. Los priistas excluidos y aquellos que hicieron el servicio por las reformas y lo que les prometieron les incumplieron. La palabra priista dejó de tener valor en esta administración, pero, aun así, la subordinación de la jerarquía nacional ante el presidente, es superior a sus principios y deseos.
Las críticas de priistas de poder en el pasado en contra de Ochoa, de quien se refieren como un líder que no entiende aún al partido ni a su militancia, se queda en las quejas contra él sin tocar a quien, por decisión unipersonal, lo escogió, el presidente Peña Nieto. El resentimiento de algunos ex dirigentes del partido por la forma como en los puestos de la administración peñista que han ocupado los humillaron y marginado, no pasa de ser una frustración contenida. Cuántos priistas que con la victoria de Peña Nieto en 2012 pensaron que realmente regresaría el PRI al poder, que se quedaron en el cabús del ferrocarril peñista cuyos vagones fueron mayoritariamente ocupados por mexiquenses e hidalguenses, concretando una de las mayores exclusiones de la militancia en la memoria.
Decenas de priistas, muchos de ellos que en el pasado tuvieron altos cargos de elección popular o en las cámaras, firmaron dos cartas muy similares en su contenido. Querían que la XXII Asamblea Nacional Ordinaria se realizara en noviembre, a fin de que se discutieran tres puntos centrales:
1.- Candados para un ejercicio democrático en la toma de decisiones.
2.- Establecer la Consulta a la Base como el método habitual y principal para definir la selección de candidaturas a cargos de elección popular y de dirigencia.
3.- Reformar los estatutos en lo que tiene que ver con los requisitos para ser candidato a Gobernador o Presidente de la República, que deberán ser cuadros del Partido que hayan ganado una elección de mayoría relativa ya que sólo el escrutinio de las urnas legitima a un miembro distinguido de cualquier Partido.
El fondo de este planteamiento es revolucionario. Lo que pretendían era quitarle al presidente Peña Nieto el espacio único e indivisible que tienen los presidentes priistas para decidir su sucesión presidencial. Candados, consultas a la base y requisitos para aspirar a la candidatura presidencial, como lo plantearon, era empujar a Peña Nieto a que el poder monárquico que tiene un presidente priista para elegir al candidato del PRI, tuviera que compartirse. Poder que se comparte, es poder que se entrega. No pasó. Ochoa, a quien tantos priistas de renombre desprecian, fue capaz de patear para finales del próximo año, cuando menos hasta este momento, la XXII Asamblea Nacional Ordinaria. La Asamblea tenía que haberse realizado en marzo, pero por los procesos electorales en 13 estados, se aplazó. Los estatutos le permiten al PRI posponerla hasta por un máximo de 18 meses, con lo cual Ochoa podría llevarla hasta otoño del próximo año, cuando el candidato del PRI a la Presidencia esté saliendo de la cocina. Ochoa le hizo el servicio al presidente y a quien designe como su sucesor.
El poder de decisión del presidente se mantiene intacto. Haber perdido esa batalla habría significado que su mano sucesoria se hubiera limitado al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, o al gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila. Fuera habría quedado su delfín, el secretario de Educación, Aurelio Nuño, o el de Salud, José Narro –a quien probablemente Peña Nieto pidió que comenzara a asomar la cabeza-, así como también a quien no es priista pero que se mantiene en la baraja de Los Pinos, José Antonio Meade, secretario de Hacienda. Limitarlo a ellos dos habría abierto posibilidades a otros aspirantes dentro del partido, por ejemplo, Ivonne Ortega, la ex gobernadora de Yucatán, que quiere la candidatura, o el ex líder del partido, Manlio Fabio Beltrones, sobre quien existen fuertes presiones dentro del PRI para que busque la candidatura al margen de los planes de Peña Nieto.
Sin un PRI contestatario, el presidente Peña Nieto puede hacer lo que quiera durante el tiempo que quiera. Podrá manejar los tiempos de la sucesión como lo desee y mover a las piezas que escoja para la carrera final. Los priistas dan muestras claras que su estómago come más sapos que los de un político normal, y su sangre carece de densidad cuando de confrontar al presidente se trata. Entonces, si no quieren que su suerte esté ligada a la del presidente, que griten. Si no, que dejen de perder el tiempo.
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