Elige tu propia aventura

17 de Noviembre de 2024

Elige tu propia aventura

tu propia aventura

El concepto para los libros Elige tu propia aventura se desprende de un cuento para niños

tu propia aventura Esta colección de libros, que daban al lector la opción de escoger la ruta de la historia, era algo repetitiva y poco rica, pero en muchos sentidos es precursora de algunas características de la web

Daniel Krauze

Al igual que la Tierra Media de J.R.R. Tolkien, el concepto para los libros Elige tu propia aventura se desprende de un cuento para niños. A finales de los años sesenta, un abogado de nombre Edward Packard dio con una idea. Queriendo involucrar a sus hijos en las historias que les contaba empezó a darles opciones para alentarlos a escoger el rumbo de los cuentos. Cada vez que a Packard se le atrofiaba la imaginación recurría a ese truco. Como cuenta Kali Ciesemier en su artículo “A Brief History of ‘Choose Your Own Adventure’”, el abogado rápidamente notó que sus hijos disfrutaban más escucharlo si ellos escogían el destino de los personajes.

›Packard no tardó en darse cuenta de que la estrategia se podía exportar a un libro. R.A. Montgomery, el director de la pequeña casa editorial Vermont Crossroads Press, se atrevió a publicar el primer volumen de la colección, titulado Sugarcane Island.

En 1979, después de un comienzo lento y difícil, Bantam Books lanzaría al mercado la serie Elige tu propia aventura. Para 1999, cuando Bantam dejó de publicarla, los libros habían vendido 250 millones de copias alrededor del mundo. Prueba de que vale la pena prestar atención a nuestros hijos. Como muchas otras personas que crecieron en los ochenta, mi primer acercamiento a la lectura fue gracias a Elige tu propia aventura.

Cada libro arrancaba con un breve preámbulo para después obligarte (todos estaban escritos en segunda persona) a escoger un camino. Tras elegir, el lector brincaba o retrocedía a la página indicada, hasta llegar a uno de muchos finales posibles. Algunos eran desastrosos, otros —los menos— positivos. La variedad de desenlaces ridículos era tan amplia que incluso están recopilados en un tumblr (youchosewrong.tumblr.com). De equivocarte podías terminar masticado por tiburones, desintegrado por alienígenas o hecho pedacitos por un perro bomba. Algunos ocurrían en naves espaciales, tierras fantásticas, el Amazonas o los Cárpatos. Elige tu propia aventura era lo que en los ochenta entendíamos por interactividad, antes de que la computadora y el PlayStation transportaran la idea de Packard a universos digitales. Ya no hace falta abrir un libro para pretender que somos un vaquero. Para eso está Red Dead Redemption.

A pesar de que la comparación con los videojuegos actuales es obligada, Elige tu propia aventura era un pasatiempo cuyos placeres se extendían más allá de la apropiación de un personaje y la elección de su destino, en sí misma una experiencia casi antiliteraria (al darle el poder de decidir al lector, el autor prácticamente abdicaba). Me refiero, más bien, a placeres lúdicos. Elige tu propia aventura ofrecía laberintos atípicos, en los que era posible hacer trampa y ubicar las salidas desde un principio. Resultaban atípicos porque lo entretenido más bien era hallar la serie de decisiones precisas para llegar a esos desenlaces. El equivalente, digamos, a empezar un videojuego viendo todos los finales posibles y luego jugar para dar con ellos sin ayuda de ninguna guía.

›Dicho esto, lo cierto es que sus narrativas eran poco ambiciosas: qué fascinantes serían si, para conocer la historia completa, tuviéramos que tomar todas las rutas disponibles.

La fórmula de Packard no admitía esa pluralidad; en esencia, cada tomo de Elige tu propia aventura estaba compuesto por muchas microhistorias, independientes unas de otras salvo por algunos elementos compartidos: el escenario, la meta, los personajes. En Examen de la obra de Herbert Quain, Borges prefiguraba esta estructura cuando, al describir las novelas del susodicho Quain, explica cómo las tramas se multiplican, excluyéndose (“una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial…”), constando cada ejemplar de nueve historias. En la serie de Packard no había esta variedad de género —la mayoría eran tramas detectivescas—, pero sí este carácter exclusivo. En otras palabras: leer una ruta no le sumaba nada a la lectura de otra.

A su modesta manera, Elige tu propia aventura es también precursora de ciertas características de la web —los hipervínculos, los saltos de página– anticipadas, a su vez, por el hipertexto, concepto central para la World Wide Web. Los ensayos de autores como David Foster Wallace, cuyo estilo cargado de notas al pie se amoldaba a la red, también son primos lejanos de los libros de Packard, si bien el desenlace de textos como Federer as Religious Experience es el mismo aunque el lector dé clic en todas o ninguna de las notas al pie. En suma, tal vez el contenido de Elige tu propia aventura haya sido formulaico, algo repetitivo, poco rico, pero su ensamblaje —su propuesta— roza territorios cuya hondura va más allá de lo que uno supondría de una serie en la que el lector puede acabar devorado por una anaconda. Después de todo, no muchas “experiencias interactivas” pueden ufanarse de estar emparentadas con El jardín de senderos que se bifurcan.