El expresidenten Barack Obama construyó un legado a lo largo de ocho años del que cada día estuvo interesado en que sus acciones y gobierno reflejaran el tipo de presidencia que quería construir. Luego de su primer triunfo en 2008, tras vencer a John McCain, una portada del semanario Time, recordaba aquella que alguna vez publicó con el presidente Franklin D. Roosevelt promoviendo un nuevo acuerdo nacional: The New Deal, una política intervencionista para luchar contra los efectos de la Gran Depresión en Estados Unidos. Este programa se construyó con el objetivo de sostener a las capas más pobres de la población, reformar los mercados financieros e impulsar una economía estadunidense herida desde la crisis de 1929 por el desempleo y las quiebras en cadena. En aquel 2008, la revista Time veía a Obama como un presidente que debía presentar un plan similar para cimentar el crecimiento de un país que venía también, de una crisis económica profunda, dos guerras extendidas por años y una sociedad dividida. En ese sentido, Obama llegaba con la misión de edificar un nuevo acuerdo nacional como lo hizo Roosevelt en otro momento. Para ellos, la presidencia significó ese legado que construyeron a lo largo de los años, luchando por leyes y reformas como el Obamacare o la Reforma de Salud, la protección del medio ambiente, la apertura de los derechos y libertades, la búsqueda de una sociedad igualitaria de un Estados Unidos progresista y liberal que reflejara su visión e ideología presidencial. Parte del interés que tenía Obama en la pasada elección, donde ganó el republicano Donald Trump, era proteger su legado y preservar la mayor cantidad de acciones que hicieron de Estados Unidos un país demasiado liberal, que según algunos sectores, pone en riesgo sus valores fundacionales. A favor o en contra, pero es innegable que Estados Unidos es uno antes y después de Barack Obama.
Fueron esas construcciones y acuerdos liberales que Obama planteó, contra los que Donald Trump compitió por la presidencia y que prometió eliminar. Para Trump, el gobierno no sólo no puede ayudar a resolver problemas, sino que el gobierno es el problema y ante ello debe desaparecer. La plataforma y propuesta de Trump no fue de construcción o de visión, fue de destrucción. Acabar con la burocracia, acabar con las regulaciones, acabar con el gobierno: ver quemarse hasta la tierra y comenzar a trabajar a partir de ahí. “La iglesia en manos de Lutero”, dirían algunos. Hay que ver a manera de consulta el documental Get me Roger Stone para entender el sentido de destrucción que una persona como Donald Trump que llega al poder puede tener ante un sistema del que se ha sentido víctima toda su vida, pese a su éxito empresarial, según él mismo. Roger Stone ha sido uno de los principales estrategas electorales del partido republicano. En el documental se registra su intervención directa en contiendas electorales, desde Richard Nixon, y como un hombre maquiavélico, inteligente, hábil, experto en propaganda y guerra sucia política. Vio en Trump al personaje perfecto para enarbolar el enojo y frustración de muchos estadunidenses con el sistema, al que consideran caduco e inservible. A pesar de ser constructor y desarrollador en bienes raíces, la posición de Trump en el gobierno es completamente diferente. Es una política de destrucción. Al estilo más del Partido Libertario que Republicano, la idea que tiene Trump de gente como Roger Stone, Alex Jones y Stephen Bannon es de un gobierno lo más pequeño posible que intervenga la menor cantidad de veces. Paradójicamente, un mercado abierto sin restricciones, cerrado al mundo y con visión proteccionista.
›Entendiendo que es más fácil destruir que construir, el Trumpminator ha deshecho algunas posiciones de Estados Unidos ante ellos mismos y el mundo.
Para Trump su legado está en la destrucción de lo establecido en Washington. Lo primero y más sencillo por las pocas consecuencias al corto plazo fue eliminar todo lo relacionado con el medioambiente. Una posición clara que le permite conectar con su base y continuar con el discurso disruptivo hacia Washington: se salió del Acuerdo de París con las confrontaciones internacionales que eso le produjo, echó atrás acciones ejecutivas que protegían y prohiban el desarrollo de áreas naturales protegidas, restricciones que impedían oleoductos de Canadá hacia el Golfo de México y otras acciones para ahondar en esa misma posición. Lo mismo sucede con la renegociación del Tratado de Libre Comercio. La feroz crítica que mantuvo sobre el acuerdo comercial durante la campaña ha dado paso a un discurso más moderado sobre todo entre los miembros de la Secretaría de Comercio. Sin embargo y a pesar de que todo camina con pasos sólidos, el carácter destructivo de Trump no puede dejar de considerarse factor en dichas renegociaciones. La posibilidad de que Trump se pare de la mesa y decida acabar con el acuerdo de un manotazo existe más allá de los discursos de Wilbur Ross o Ildefonso Guajardo. Con todo y sus afectaciones económicas, la idea de romper con el TLC es muy atractiva para Trump y sus principales asesores de la extrema derecha al interior de la Casa Blanca que, han insistido durante muchos tiempo sobre la necesidad de acabar con ese acuerdo comercial específicamente. El oxígeno y reputación al hacerlo sería fuego puro para la campaña de reelección en 2020. Una posibilidad lejana, es cierto, pero seria para quienes gustan de la destrucción como Trump y su equipo. Ha quedado claro que más allá de la habilidad política para empujar su propia agenda, Trump cumplirá con las promesas de campaña que pueda. Lo que muchos pensaron podía ser un planteamiento populista durante la campaña, para cambiar el tono una vez habiendo tomado el poder, no ha sido así. Trump llega con toda la intención de cumplir y quemar Washington por completo.