La única vez que Steven Spielberg había dirigido una secuencia musical fue en Indiana Jones and the Temple of Doom (1984). Aquella película iniciaba con un número musical protagonizado por la que después se convertiría en su esposa, la actriz Kate Capshaw.
Más de 30 años después, con 74 años a cuestas pero con un corpus artístico impresionante, Spielberg se lanza a la aventura no sólo de explorar un género del cual no había filmado antes, sino que además realiza el primer remake de su carrera. ¿Por qué el interés de Spielberg en hacer una nueva versión de esta cinta?
Como sea, el resultado es sorprendente. Podrán no ser asiduos al género musical (yo mismo no lo soy), pero sería necio regatear a Spielberg el brío, la atmósfera y el encanto visual de esta película.
La historia es la misma que antaño: dos bandas rivales, los Sharks (jóvenes puertorriqueños) y los Jets (jóvenes blancos) se disputan territorio en el West Side de Nueva York a finales de los años 50. La enemistad se incrementa cuando María (solvente Rachel Zegler), la hermana del líder de los Sharks, se enamora de Tony (Ansel Elgort, medio en automático), que pertenece a los Jets. Si no adivinan lo que pasará después es que no han leído a William Shakespeare.
Spielberg le otorga a su cinta mayor contexto que la del ‘62. Aquella inicia con una toma cenital de Nueva York, mientras que la de Spielberg (apoyado por computadoras) muestra el lugar donde próximamente será construido el Lincoln Center: sobre las ruinas de un barrio popular neoyorquino.
Las peleas entre las bandas rivales dejan de ser representadas únicamente con baile, aquí si hay golpes y el conflicto social se recalca mucho más. Pero el logro más notable está en el imaginario visual. Janusz Kaminski (fotógrafo de cabecera de Spielberg), entrega una fotografía apabullante de colores opacos y encuadres soberbios que aportan una nueva textura a este relato. Spielberg y Kaminski hacen de Nueva York un enorme escenario teatral donde sus actores (destacan David Álvarez y Mike Faist) nos presentan a una nación dividida, aunque probablemente no tan fracturada como la Norteamérica actual.
Aún cuando el comentario político y la reinvención visual son razones suficientes para ver esta cinta, la pregunta permanece: ¿por qué a Spielberg le interesaría hacer un remake de West Side Story? La respuesta está después de los créditos, cuando leemos la dedicatoria de esta cinta.
Es entonces que, no sin una pequeña lágrima, entendemos no sólo la necesidad de Steven, el cineasta, por hacer esta película, sino que además queda claro que, en efecto, que estamos ante una pieza más de Spielberg, el autor.
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