La isla de Inisherin no existe, pero su geografía es indudablemente irlandesa. Un lugar rodeado de mar, con atardeceres hermosos y donde todos los pobladores se conocen entre sí. No hay mucho qué hacer aquí: luego del trabajo sólo queda echar la plática y una Guinness en el pub local, mientras la vida pasa lento al ritmo de las olas.
El año es 1923, y aunque a lo lejos se escuchan las explosiones de la guerra civil irlandesa, a los habitantes de Inisherin no podría importarle menos. Como todas las tardes desde que el pueblo tiene memoria, Padraic (Colin Farrell) va en búsqueda de su amigo Colm (Brendan Gleeson) para juntos ir por una cerveza. Ese ritual de años está por romperse cuando Colm le comunica a Padraic una sorpresiva noticia: “Ya no quiero ser tu amigo”.
No está enfermo ni mucho menos. Colm dice estar harto de “pláticas insulsas”, y remata con un lapidario: “No tengo tiempo para la aburrición en mi vida”. Tanto Padraic como nosotros nos quedamos fríos, ¿qué diablos significa todo eso? Las razones de Colm (que no revelaré) son de un vacío existencial profundo que nos deja en jaque. Qué es más importante: ¿ser una buena persona o ser un personaje trascendente?
Desesperado, Padraic acosa a Colm, pero este no cede, al contrario, amenaza con cortarse un dedo de la mano cada que él lo busque. Una amistad de años se rompe abruptamente con lujo de violencia.
La sencilla puesta en imágenes a cargo del experimentado Ben Davis contrasta con el perverso conflicto en ciernes. El guión escrito por el mismo director, Martin McDonagh, esconde un trasfondo tan oscuro como su trama: el absurdo de la guerra, la sociedad woke en su infinita búsqueda por ser “buenos” aunque irrelevantes, el sinsentido de la vida. De todo ello habla esta película y lo hace mediante un puñado de personajes, todos estupendamente interpretados (incluida una carismática burrita).
McDonagh recurre a viejos conocidos: Colin Farrell y Brendan Gleeson, la divertida pareja de la también admirable In Bruges (2008). Su química sigue intacta pero sorprende su nivel de interpretación, principalmente Farrell quien transmite un sentimiento de abandono y desamparo totalmente conmovedor. Merece el Óscar. A la par está el reparto secundario: Kerry Condon como la hermana de Padraic, quien pone el acento sobre el absurdo del conflicto, y el notable Barry Keoghan como el maltratado hijo adolescente del policía local.
Es una cinta que conmueve e incomoda. La sensación de soledad, el rompimiento abrupto, el eco ominoso de la guerra que presagia un conflicto sin fin. Es una película con una atmósfera engañosamente tersa que en el fondo esconde un subtexto tan perturbador como enternecedor. Merece, sin duda, el Óscar a Mejor Película.