El duelo filial como un fantasma que se postra en tu mente para nunca dejarte ir, el gusto de bordear la muerte como alegoría a la adicción a las drogas duras, la obsesión por lo viral y el placer inmediato. En su ópera prima, Talk To Me (Australia, 2023), los otrora youtubers y hoy cineastas Danny y Michael Philippou rozan estos temas en una cinta de terror cuya efectividad radica en lo simple de su trama y en su cualidad de juego macabro.
Mia (Sophie Wilde) aún no supera la muerte de su madre, ocurrida apenas un año atrás, por ello ahora vive con su mejor amiga Jade (Alexandra Jensen) y el hermano menor de esta, Riley (Joe Bird).
En un intento por regresar a su antigua vida social, Mia los acompaña a una fiesta, pero no es una celebración cualquiera: los adolescentes se reúnen alrededor de una mano embalsamada (supuestamente perteneció a una médium) que posa sobre una mesa con un círculo de velas.
Las reglas del juego son simples: el jugador debe sostener la mano y decir “Háblame”, acto seguido aparecerá un fantasma. El chiste no termina ahí, si el jugador dice “Te dejo entrar”, el espíritu lo poseerá, pero cuidado: no debe permanecer más de 90 segundos o el proceso se hace irreversible.
Quienes han experimentado este juego infernal lo describen como una sensación asombrosa. Así, la noche pasa entre risas, celulares y posesiones demoníacas pero, claro, en algún punto algo saldrá mal.
Por un momento, el guión (escrito por los mismos directores) parece que versará sobre las adicciones (a la fama, a las sustancias, a las “experiencias”).
Los jóvenes animan a los más dudosos de la misma forma que un drogadicto invita a otros a intentarlo la primera vez: “no pasa nada”, “se siente increíble”.
El frenesí que provoca el espectáculo por internet habla sobre la adicción a la fama viral, que además parece prediseñada para TikTok (los 90 segundos no parecen coincidencia, al contrario, el algoritmo lo agradece).
Desafortunadamente esos temas, que sin duda son los más interesantes, quedan en segundo plano. La película tenía todo para ser una crítica cultural a la altura de Get Out (Peele, 2017), pero hacia su segunda mitad se decide por una ruta más convencional. Una donde, como si esto fuera un diabólico Jumanji (Johnston, 1995), hay que rescatar a quien se pasó de los 90 segundos y está atrapado en el infierno.
Los cineastas saben su juego, conectan buenos sustos, mantienen el suspenso, presumen un diseño de producción fantástico (esos espíritus en pena dan mucho miedo) y una fotografía (a cargo de Aaron McLisky) que saca provecho de los espacios cerrados.
Los hermanos Philippou hacen una gran jugada, aunque después tiren el balón. No obstante,
logran emocionar, convirtiéndose en prometedores cineastas cuya filmografía habrá que seguir.
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