No se me ocurre mejor forma de describirlo: Moonage Daydream (Estados Unidos, Alemania, 2022) es una especie de remake al último acto de 2001: A Space Odyssey (Kubrick, 1968), con música de David Bowie a todo volumen y la voz en off del cantante cual si fuera HAL hablándonos sobre los temas que importan: el tiempo, la identidad, la felicidad, dios, la cultura, el proceso creativo, el cambio permanente y el arte como una necesidad irrenunciable.
Este documental nos convierte en un astronauta que aterriza en el planeta Bowie, que no es otro que el planeta tierra, pero visto tras los ojos de un hombre que bien podría ser un alienígena. El resultado es una experiencia oceánica, desbordante, excesiva, literalmente ensordecedora, con un Bowie en su eterna búsqueda por encontrar sentido e identidad. Así habló David Bowie.
Con una edición frenética a cargo del propio director Brett Morgen (Montage of a Heck), el filme inicia con un alud de imágenes, tanto espaciales como de películas clásicas de los años veinte a los sesenta (Viaje a la Luna, Intolerance, Dr. Caligari, Metrópolis, y un largo etc.) todo con Hallo Spaceboy de fondo. La decisión no parece arbitraria, toda vez que el cine es referente constante en la obra de Bowie (no sólo como actor sino en las letras de sus canciones), quien a veces ya no distinguía entre personaje y hombre.
El efecto es inmersivo, pareciera que estamos por ver la historia de la humanidad condensada en el relato de este ente de pelo naranja (Ziggy Stardust) que parece bajado del cielo dispuesto a estudiarnos: ¿Qué es David Bowie?, ¿hombre, mujer, humano, alienígena o robot?, o simplemente un freak que apareció a principios de los años 70 como gran salvación a la angustia adolescente: no estamos solos, hay más desadaptados como nosotros.
La película es Bowie en sus propias palabras. La familia del cantante abrió la bóveda de mucho material inédito (principalmente entrevistas y conciertos) para que Brett Morgen armara este caleidoscopio donde el artista explica su angustia frente a la identidad, el arte, la fama y la necesidad de seguir viajando (“no he comprado una casa, ¿para qué?”) para seguir creando.
Filmada para el formato IMAX, la sensación resulta inmersiva: es lo más cercano que estaremos a un concierto de David Bowie. El documental nunca se convierte en hagiografía, no tanto por la decisión de su director sino porque Bowie mismo cuestiona en varias ocasiones el concepto de fama, considerándose a sí mismo como un falso profeta.
Si el arte es placer condensado, hay mucho placer en esta película, tanto que te hace sentir feliz de estar vivo y haber conocido a ese extraordinario ente llamado David Bowie.