La primera mitad de Last Night in Soho —séptimo largometraje del cineasta Edgar Wright— es un paseo intoxicante de colores vívidos, baile y música de los años sesenta con secuencias que nos recuerdan a musicales clásicos cómo Les parapluies de Cherbourg y Moulin Rouge.
Es un viaje donde la máquina del tiempo es el cine mismo. Uno quisiera que esto no acabara, seguir en esta fiesta mientras que Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy cantan, bailan y recorren el Londres de aquella época. Pero, de repente aparece el villano de esta película, el director, quien mediante un inexplicable volantazo arrebata el gozo que hasta entonces su propia cinta provocaba.
En Last Night in Soho, Ellie (McKenzie) es una aspirante a diseñadora de modas que viaja a Londres para estudiar en la universidad. Amante de la música y la moda de los años sesenta, su abuela está preocupada por lo hostil que puede ser la ciudad.
Dicho y hecho, lo primero que encuentra Ellie a su llegada es el sistemático acoso masculino: el taxista que le chulea las piernas, los que se la quieren ligar con piropos guarros, o los compañeros que la quieren llevar a la cama.
Ellie abandona el dormitorio de alumnos y consigue un cuarto para ella sola, pero al dormir tiene intensos sueños en los que se convierte en Sandy (Anya Taylor-Joy), una entusiasta, hermosa y determinada aspirante a cantante que en los años 70 anda en busca de una oportunidad.
Un apuesto hombre —Jack (Matt Smith)— la descubre e inician un romance. La historia de ambos se ve interrumpida cuando suena el despertador. Obsesionada, Ellie se abstrae aún más de sus compañeros de universidad, solo quiere dormir para saber más sobre Sandy, su carrera y su novio.
Son estos los mejores momentos de la película. Un despliegue de imaginación, técnica y trucos de cámara en los que McKenzie y Taylor-Joy seducen a la lente, deslumbran con su vestuario, divierten con la música, sorprenden con el diseño de producción (esa recreación del Soho de los sesenta), e intoxican al respetable en un gozo que se interrumpe por una inesperada decisión del director.
Y es que, sin previo aviso, lo que era una fiesta se convierte en una historia de terror. Wright transforma su cinta en una malograda versión pop de Repulsión (Polanski, 1965) en cuyo centro trata de insertar una moraleja sobre la masculinidad tóxica.
Nunca des lecciones de moral en medio de una fiesta. Al final, Last Night in Soho se queda corta de todos los frentes: ni termina de ser un buen thriller, ni permite que sus dos estrellas sigan brillando, ni dice nada relevante sobre las mujeres enfrentando el comportamiento tóxico masculino.
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