Lo primero que salta a la vista de esta nueva versión de Hellboy (2019) es que, a diferencia de las anteriores dirigidas por Guillermo del Toro (2004 y 2008), aquí la sangre y las peladeces están a la orden del día. Decapitados, desmembrados, empalados y demás desfilan frente a la pantalla con lujo de sangre y sin pudor alguno, todo ello sazonado con una que otra palabrota que sale del nuevo Hellboy, ahora interpretado por David Harbour (Stranger Things).
Así pues, lejos, lejísimos estamos de aquellas dos cintas de Guillermo del Toro (Hellboy y Hellboy II: The Golden Army) en las que, si bien no desplegaba lo mejor de su cine, sí estaban presentes muchas de sus obsesiones autorales y una realización que iba de menos a más. Se trataba del dream project de un director mexicano al alza que contra viento y marea había logrado que Hollywood considerara a un personaje de cómic no muy popular y sí bastante oscuro.
Luego de la negativa de los estudios para darle luz verde a la tercera parte de su Hellboy, Del Toro se fue a ganar un Oscar como Mejor Director, mientras que los estudios hicieron lo que se suele hacer con las cintas basadas en cómics: meter mucho CGI, es decir, escenas de acción y poner a cargo a quien sea, excepto a un verdadero autor.
Con un guion escrito por Mike Mignola (autor del cómic) y Andrew Cosby, la película se resume en la pesquisa que hace Hellboy, como miembro de la Agencia de Investigación y Defensa Paranormal, de una vieja hechicera, The Blood Queen (una resucitada Milla Jovovich), quien regresa para cobrar venganza de la humanidad que en su momento la apresó durante muchos años.
Así, desde el primer minuto es claro que estamos en otro terreno; el CGI inunda la pantalla, las escenas de acción presumen de planos secuencia, los diálogos de exposición abundan (y aburren), el humor está presente, pero se siente forzado y nada es precisamente sutil. Hay un exceso de información, de subplots y de personajes: el “padre” de Hellboy (un Ian McShane, cuya sola presencia eleva la cinta), un viejo héroe del pasado (Thomas Haden Church), una especie de interés amoroso (Sasha Lane). Todos ellos tienen un momento para brillar, pero ninguno de ellos resulta particularmente interesante.
Al final es imposible no sentir algo de nostalgia. Se extraña la imaginación, las referencias, la elegancia, incluso la osadía. Se extraña, pues, al mexicano porque si bien es cierto que aquellas no eran sus mejores cintas, sí eran películas personales y con un sentido de relevancia que sólo un autor apasionado como Del Toro puede dar.