Si hay un personaje cuya extravaganza empata a la perfección con la grandilocuencia visual de un director como Baz Luhrmann, ese personaje definitivamente es Elvis Presley.
Para Luhrmann, la falta de sutileza es virtud y basta con ver las tres primeras cintas de su siempre controversial filmografía para probarlo. Pero los viejos trucos del director sirven aquí para un propósito mucho mayor que el simple despliegue de habilidad visual: los mejores momentos de esta biopic son aquellos donde la edición frenética, la cámara flotante, el ángulo forzado y el diseño sonoro se usan para transmitir emociones que no pueden describirse con palabras.
Por ejemplo, aquella escena en la que Elvis (un angelical Austin Butler) se contonea por primera vez en el escenario provocando el orgasmo colectivo de las adolescentes. O aquel pasaje en que Elvis, rebelándose a las indicaciones de su todopoderoso manager, el coronel Parker (que ni era coronel ni era Parker) causa tremendo revuelo en el concierto que ofreció en el estadio de Memphis, 1974.
Este choque de afinidades hace que Elvis sea la película más madura de la siempre estrambótica filmografía de Luhrmann.
La cinta no puede alejarse de la fórmula típica del biopic (inicio, cumbre y caída), pero tampoco se convierte en una fiesta de disfraces ni trata afanosamente de recrear momentos por el simple gusto de mostrar músculo (te hablo a ti, Bohemian Rhapsody, 2018).
A Luhrmann le interesa hablar del contexto de Elvis: su infancia entre cómics y comunidades afroamericanas, el gusto musical forjado entre gospel y prostitutas, su amistad con B.B. King, la rebeldía sexual cuya música provocaba y el peligro que ello suponía.
Los expertos en Elvis no descubrirán nada nuevo, pero aquellos que sólo sabemos de su música y no tanto de su historia, encontraremos la crónica de un músico revolucionario devorado por una moderna maquinaria de marketing, inventada en gran medida por el mismo coronel Parker (brillante Tom Hanks, quien a pesar de estar sepultado tras una botarga, marca autoridad y ritmo), quien juega un papel central en la narrativa por ser quien cuenta la historia.
A diferencia de Elvis, la película se niega a asumir riesgos: no hay sexo, no hay drogas, y no veremos (¡dios no lo permita!) a un Elvis gordo. El ánimo por limpiar el mito pasa incluso por sus excesos materiales: no se habla casi nada de sus legendarios gastos, lo cual contradice la tesis de un Elvis atrapado en una jaula de cristal.
El Elvis de Luhrmann peca de asepsia, pero sin duda es efectiva en la narración de su historia, particularmente en los poderosos momentos musicales, mismos que nos recuerdan por qué Presley sigue siendo El Rey.