Para su filme número 38, el casi nonagenario Clint Eastwood continúa con su estudio de la América profunda a partir de la noción del heroísmo. De hecho, esta cinta es, esencialmente, la misma que Sully (2016): la historia de un hombre común que se vuelve héroe por hacer bien su trabajo, pero que a pesar de ello es cuestionado por el sistema.
El 27 de julio de 1996, una bomba explotó en el Centennial Park de Atlanta, lugar sede de los Juegos Olímpicos de aquel año. Fue Richard Jewell, un guardia de seguridad común y corriente —pero muy celoso de su deber— quien descubre el explosivo minutos antes de estallar. Dos personas fallecieron y 100 resultaron heridas, pero de no ser por la necedad de Jewell de seguir el protocolo y crear un perímetro de seguridad, lo más seguro es que hubieran muerto muchos más.
Los medios lo encumbraron como héroe, pero el gusto le duró poco al bonachón Jewell cuando se hizo público que el FBI lo tenía como principal sospechoso del acto terrorista. Richard Jewell es retratado por Eastwood como el clásico redneck: un hombre no necesariamente culto, regordete, amante de las armas (tenía un pequeño arsenal en su casa) que sentía que la vida le debía algo, pero que no obstante trabajaba por su sueño de ser policía y proteger a la gente.
Sin miedo a nada (el hombre tiene 89 años y es una leyenda andante) Eastwood no sólo exhibe a los medios como uno de los grandes villanos de esta historia, sino que además hace de una mujer —Kathy Scruggs (Olivia Wilde), una inescrupulosa reportera— la gran villana de esta historia.
Y luego está un torpe FBI, que al no tener una sola pista, insiste en culpar (y burlarse) del gordito Jewell, humillándolo en los medios, levantándole falsos y hasta cateando el último rincón de su casa ante el llanto apenas contenido de su madre (Kathy Bates, con un pie en la nominación al Oscar) quien ve cómo los agentes se llevan ¡hasta los tuppers!
Con toda habilidad para la narrativa (aunque no sin algunos problemas de continuidad), Eastwood logra armar un relato sumamente emotivo, emocionante, por momentos incluso encabronante (¿cómo es posible que el FBI haya hecho tal cantidad de gazapos en este caso?) sobre un hombre común, el clásico gringo de cepa, pero que, a pesar de todo, hace su trabajo y salva gente.
Eastwood habla, pues, de esa Norteamérica profunda de la que las grandes instituciones se burlan o ningunean, de aquellos que son tildados de rednecks, de aquellos que seguramente votaron por Trump y que seguramente lo harán de nuevo. Y lo harán, nos muestra Eastwood, justo porque descartarlos es un error. Por que ellos también pueden ser héroes y también son norteamericanos.