“Muy chulos y coquetones, aquí están los maricones”. Con ese título el diario Hoja Suelta daba la noticia sobre el escándalo del momento: encontrados en un baile en la calle de La Paz (hoy colonia Tabacalera), unos gendarmes atisbaron una fiesta singular, 41 “lagartijos”, mitad disfrazados de “simpáticas muchachas”, bailaban como el que más.
Era noviembre de 1901 y el chisme corrió como pólvora. Lo que pocos sabían es que en realidad se trataba de 42 los hombres sorprendidos en tremenda fiesta, ya que en la supuesta bacanal estaba presente Ignacio de la Torre y Mier, el yerno del presidente Porfirio Díaz.
Con este hecho, que se prestó a todo tipo de burlas en la prensa nacional (incluyendo una socarrona ilustración de José Guadalupe Posadas), se inauguró la difícil relación entre la homosexualidad y la moderna sociedad mexicana.
Que pasaran 119 años para que alguien se animara a hacer una película sobre este tema —tan público y a la vez tan oculto— no hace, sino corroborar el estigma que aún hoy día los homosexuales sufren en nuestro país.
En El Baile de los 41, el mexicano David Pablos (notable segunda cinta Las Elegidas, 2015) no se conforma con la simple recreación de los encuentros de estos 42 donde (según el guión de Monika Revilla) había de todo: sesiones grupales de baño, montaje de obras de teatro, elegantes orgías al calor de las velas y una entrega total al llamado “amor socrático”.
Con lujo de producción (locaciones en el Centro Histórico, el Teatro Degollado, la Casa Rivas Mercado), el cineasta no olvida que esto es también una historia sobre la decadencia de la clase política y el totalitarismo porfirista, aquel “dios que todo lo mira”.
Pablos y Revilla otorgan el lugar central que se merece a Amada Díaz (Mabel Cadena, robándose el filme), la sufrida y engañada princesa del porfiriato que descubre el secreto de su disoluto esposo (solvente Alfonso Herrera), quien todas las noches se va de farra, vive tórrido romance con su amado “Eva” Rivas (Emiliano Zurita) y que además pretende una gubernatura, a lo cual Don Porfirio se niega rotundamente.
La elegante cámara de Carolina Costa no tiene empacho en mostrar el amor en crudo entre estos dos hombres, las sesiones de sexo duro de los jóvenes y no tan jóvenes que componen a los 42, así como la dolorosa degradación de Amada, quien no piensa soportar más engaños, provocando el duro castigo para estos 42, cuyo pecado fue ser furiosamente ellos mismos: pasionales, desfachatados, felices tras el cobijo de una casona y del poder (muchos eran políticos), mismo que terminaría por marcarlos, humillarlos y perseguirlos incluso hasta nuestros días.