Dr. Strange in the Multiverse of Madness es una fiesta a la que poca gente está invitada. Y es que si bien el universo cinematográfico de Marvel siempre exige cierta cantidad de películas, series y cómics previos para captar las referencias (o por lo menos para entender por qué el nerd de al lado está tan emocionado), en este caso la cuota es demasiado alta.
De todas las películas del MCU, esta es la menos amigable con aquellos que no contamos con un doctorado de la Universidad Marvel. Para medio entender esta película, antes hay que ver Dr. Strange (2016), WandaVision (2021), What If? (2021), la caricatura de X-Men, la tercera Spider-Man con Tom Holland, y una serie de cómics que resultan oscuros para el lector ocasional, pero que al parecer son el ABC para los fans de la gran M.
El único que nos da la mano a quienes reprobamos el examen curiosamente es el director, el mismísimo Sam Raimi, aquel que hace 20 años le demostró a Marvel (y al mundo) que era posible hacer una película basada en sus personajes (Spider-Man, 2002) sin que resultara en un bodrio y (mejor aún) rompiendo la taquilla.
En esta entrega, Wanda (Elizabeth Olsen), sigue en la crisis de depresión que vimos en WandaVision y por ello persigue a América Chávez (Xóchitl Gómez), una adolescente latina de la cual no sabemos nada, pero pronto nos explican que tiene el superpoder de saltar entre universos. Wanda quiere arrebatarle ese poder a América para así mudarse a un universo donde ella viva feliz con sus hijos.
Estamos frente a una tormenta de efectos por computadora, no precisamente memorables, con actuaciones decentes (destaca Cumberbatch) que en su mayoría suceden frente a una pantalla verde.
El guión es por demás convulso, aunque otorga al director muchas oportunidades para recordar aquel cine que lo convirtió en leyenda: el cine de terror.
Raimi aprovecha toda ocasión que se le presenta para crear escenarios (así sea con CGI) que nos recuerdan a su cine clásico: pulpos gigantes, ojos que salen volando, Wanda caminando como araña del Exorcista, zombies, y algo de sangre (poco, no sea que se asusten los niños). El delirio que antes se creaba con efectos prácticos y pintura roja, hoy se arma mediante ceros y unos.
En manos de cualquier otro director el resultado habría sido desastroso. Si la película es visible y entretenida es gracias a Raimi y al contrabando que logra meter en su cinta, es decir, escenas delirantes que recuerdan el terror y el absurdo genial de su cine de antaño. Esas escenas provocan una franca sonrisa. Lo demás es intrascendente: un capítulo más en el interminable viaje de Marvel hacia ninguna parte.