El cine de John Landis (An American Werewolf in London, Animal House, The Blues Brothers, Trading Places, y claro, Coming to America) navega siempre entre la desfachatez y la fiesta universitaria. Eran cintas contraculturales que no por ello se alejaban de la fiesta y el desmadre.
¿Cómo hacer una secuela a una cinta de John Landis en estos tiempos de cancelaciones y corrección política? La respuesta es clara: no lo hagas, pero si no queda de otra, móntate en los hombros de la original y ruega por que todo salga bien.
Así, el director Craig Brewer (Tarzán, Black Snake Moan) optó por la única opción viable: calcar lo más posible las bromas de la cinta de hace 32 años y ponerlas en un contexto de cambio generacional.
El príncipe Akeem de Zamunda (Eddie Murphy), vive feliz con su reina de Queens, Lisa (Shari Headley), con quien ha tenido tres maravillosas hijas. El problema es que el heredero al trono tiene que ser un niño varón. Pero no hay problema: el brujo del lugar le comunica que tiene un hijo bastardo producto de aquel viaje que hiciera a Nueva York en la primera película.
Así, Akeem y su fiel amigo Semmi (Arsenio Hall), regresan a América para encontrar al futuro heredero al trono.
Más que una historia, el guión a seis manos de Barry W. Blaustein, David Sheffield y Kenya Barris (dos de ellos guionistas de la original) intenta en todo momento homenajear al filme original. El regreso de prácticamente todo el cast de la cinta de 1988 ayuda a que el humor fluya con gran efectividad en una cinta que trata de rescatar el espíritu jocoso de la primera cinta.
Murphy y Hall siguen estando en condiciones de generar buenas secuencias de humor, sin que se cuelen los chistes escatológicos propios de la peor etapa del cómico, pero regresando a la tradición iniciada en Coming to America de hacer múltiples personajes a la vez.
La cinta funciona la mayor parte del tiempo: es divertida y nostálgica, aunque exige la forzosa revisión de la cinta original para entender las muchas bromas y referencias.
Inevitablemente, la ausencia de Landis pesa, sobre todo rumbo al final, cuando por un espacio de casi 20 minutos (o tal vez más), la solemnidad y la cursilería secuestran la película para darle un meloso cierre. ¡Vamos!, no es que la película de Landis no tuviera esos momentos cursis, pero él jamás permitió que le robaran un tercio de la cinta.
Como sea, el homenaje funciona. La mejor forma de ver esta secuela es como una celebración a una época donde el cine era menos complicado, más arriesgado y mucho más desmadroso.