En el documental Tresspassing Bergman (Magnusson & Pallas, 2013), Alejandro G. Iñárritu afirma: “Cuando filmo soy una mejor persona porque me olvido de mí mismo (...) cuando filmo yo soy el menos importante”.
Casi 10 años después de aquella declaración, Iñárritu se contradice irremediablemente con su séptimo largometraje, Bardo (México, 2022), donde no se olvida de sí mismo, sino todo lo contrario: esta es una película por él, para él y en la que lo más importante es él.
En Bardo seguimos al periodista y documentalista mexicano Silverio Gama (estupendo Daniel Giménez Cacho) quien, luego de vivir por un largo periodo en Los Ángeles, regresa a México después de recibir un importante premio por su más reciente trabajo: un documental llamado Falsa crónica de unas cuantas verdades.
El reencuentro con su país y con viejos amigos detona en Silverio toda serie de dudas existenciales, recuerdos y culpas que se acentúan con las fuertes críticas que recibe por parte de excompañeros, quienes no lo bajan de pretencioso y aburguesado.
Transmutado en su propio personaje, Iñárritu nos lleva por una serie de viñetas oníricas filmadas con extraordinaria belleza (fantástico Darius Khondji tras la cámara), pero también inconexas, y donde el único hilo conductor es Iñárritu mismo y su visión sobre diferentes temas: la migración, el país, la pertenencia, el éxito y la familia.
El carácter petulante y narcisista del guión hacen de este un filme fácil de odiar, pero hacerlo sería caer en la provocación de Alejandro, quien no pierde la oportunidad para hablar de frente a sus detractores, incluso adelantándose a ellos para recitar lo que sabe que opinarán sobre esta cinta: pretenciosa, aburrida, mamona.
Ya sin necesidad de demostrarle nada a nadie, el mexicano entrega con Bardo su filme más honesto. Un ejercicio delirante, surrealista (influencia y homenaje a Fellini) con un despliegue técnico sólo comparable con sus piezas de publicidad. Una sobredosis de ideas en su mayoría chocantes (“El peor de mis fracasos es el éxito”), que lo mismo derraman ego que belleza.
Una ruleta rusa donde el público sufre ante el enigma de lo que vendrá: un plano secuencia extraordinario, una burda crítica a Televisa, un conmovedor momento con su padre, un terrible sketch sobre los Niños Héroes, una exquisita secuencia de baile, una toma delirante en el Zócalo, el robo a algún videoclip de Radiohead o (ya en el colmo del onanismo), un cameo auditivo de WFM.
Bardo no es la peor cinta de González Iñárritu ni tampoco la mejor. Es un filme atrevido, interesante, nunca aburrido. Prefiero a este Iñárritu, contradictorio y narcisista, a aquel que sueña pesadillas en cintas (ahí sí) desastrosas y deprimentes como Biutiful.