El mapa mental de un feminicida serial

30 de Noviembre de 2024

El mapa mental de un feminicida serial

Los asesinos
 de mujeres no buscan una ganancia material de sus crímenes, al estar motivados por una multiplicidad de impulsos psicológicos, sobre todo por un ansia de poder
 y la compulsión sexual

Más allá de la destreza, la violencia y el sadismo, el motivo que rige a un asesino serial, específicamente a un feminicida, es el sometimiento y la posesión de un cuerpo, el crimen como sustituto del sexo.

Mónica Ramírez Cano lleva más de 20 años elaborando perfiles de criminales seriales, descifrando sus mentes a partir de sus biografías, la mayoría de ellas con evidencias de abuso físico y psicológico en la infancia, e incluso desde la historia de sus padres, algo crucial para encontrar sus motivaciones, explica la criminóloga en entrevista con ejecentral.

En la Comisión Nacional de Seguridad, tras varios años de entrevistas con criminales seriales como Juana Barraza, La Mataviejitas —e incluso de los narcotraficantes, Dámaso López El licenciado, Miguel Ángel Treviño El Z-40 y Joaquín El Chapo Guzmán— Mónica Ramírez analizó los principales factores que estimulan la conducta criminal y ha ayudado a distinguir que aquellos personajes beneficiados de manera material por haber cometido un homicidio no pueden verse como asesinos seriales.

Inventario feminicida

Basada en sus investigaciones y en la poca bibliografía que existe sobre la identificación de estos criminales, como la de la Agencia Federal de Investigación estadounidense (FBI, por sus siglas en inglés), Ramírez Cano determinó que para que se le confiera la condición serial a un asesino, éste debió cometer más de tres crímenes y entrar en cuadro de clasificación en el que hay dos tipos de feminicidas: los organizados y los que no lo son.

Los de perfil organizado son generalmente muy sociables, de buen carácter y agradables, por lo que tienen una vida social activa, incluso han llegado a formar un matrimonio.

Planean sus crímenes metodológicamente, al establecer como primer paso la vigilancia de sus víctimas; el segundo, el secuestro y traslado a un sitio ya determinado para cometer el asesinato, para finalmente el desplazamiento al lugar a donde abandonarán el cuerpo.

Y sin tener un conocimiento certero sobre la ciencia forense, se mueven con mucha intuición y alto control en la escena del crimen, por ejemplo, cubren sus huellas al enterrar el cuerpo o al hundirlo en un cuerpo de agua como un río o un canal de aguas negras; siguen escrupulosamente sus crímenes en los medios de comunicación y se enorgullecen de sus acciones, como si fuesen grandiosos proyectos, refiere.

La impulsividad es el sello del feminicida desorganizado, quien comete sus crímenes cuando la oportunidad surje y sin molestarse en deshacerse del cuerpo, dejándolo en el mismo lugar en que encontró y asesinó a su víctima, sostiene Ramírez Cano. Tienen poca conciencia sobre sus crímenes y bloquean los recuerdos de sus asesinatos.

De manera progresiva las ejecuciones de sus crímenes van acompañadas de acciones consideradas por ellos como un rito y puede ser la necrofilia, mutilación o canibalismo. Son poco sociables y sus conductas llegan a percibirse como extrañas por sus vecinos o conocidos.

En México, asegura la experta, “el estudio letárgico del fenómeno ha limitado la posibilidad de generar estadística histórica y nacional”, pero informes de instituciones, además de los medios de comunicación, generalmente aquellos que manejan la nota roja, “permiten conocer casos recientes cuyo sensacionalismo los vuelve foco de atención”.

El ciclo del crimen

Los feminicidas, al igual que los violadores, agresores sexuales de niños con comportamiento serial, caníbales y homicidas en serie, rara vez buscan una ganancia material de sus crímenes; por lo que están motivados por una multiplicidad de impulsos psicológicos, sobre todo por ansias de poder y compulsión sexual, asegura Mónica Ramírez.

El asesino actúa en dos vías. Una, de manera casi automática, movido por cuestiones biológicas o condiciones orgánicas, psíquicas del delincuente, conocidos como factores predisponentes.

Las segundas, denominadas factores preparantes, las generan condiciones externas ante el sujeto, es decir, vienen de afuera hacia adentro, y pueden ser sociales, como la provocación en una pelea, o mixta, como el alcohol y las drogas.

La fantasía también juega un papel importante en el desarrollo de un feminicida, quien se regodea con la dominación, el sometimiento y finalmente el asesinato, elementos muy específicos que después aparecen en sus crímenes reales. La lujuria y la tortura son primordiales para obtener placer sexual, ya sea con la mutilación de la víctima o la muerte lenta por un lapso prolongado.

En el estudio del comportamiento de un feminicida, Mónica Ramírez advierte un modelo gradual de desarrollo y que coincide con lo que expone uno de los principales expertos del FBI, Joel Norris, en su libro Serial Killers: The Growing Menace. Y a continuación desarrolla el proceso que sigue un asesino.

La primera etapa que experimenta este delincuente la denominan como fase áurea, es decir cuando un potencial asesino comienza a ensimismarse en su mundo de fantasías y aunque para los demás su comportamiento puede apreciarse normal, en su mente el crimen se va gestando y la necesidad de liberar fantasías se convierte en algo casi apremiante, asegura.

Como si se tratara de un cazador, el asesino comienza la búsqueda donde cree que puede hallar el tipo preciso de víctima. Puede elegir el patio de una escuela, una zona de prostitución callejera o un barrio conocido por él. Lo más probable es que allí termine por marcar su blanco.

La seducción es una fase en la que el asesino siente un placer especial en atraer a sus víctimas generando un falso sentimiento de seguridad, burlando sus defensas y algunos seducen con la promesa de dinero, trabajo o un lugar para pasar la noche.

El juego sádico del asesino se coloca en la etapa de captura en la que cierra la trampa y el placer se alarga con las reacciones aterrorizadas de las víctimas, por ejemplo, una mujer es socorrida por un hombre amable que le ayuda a cargar sus compras para atacarla al llegar a su casa.

Si el crimen es un sustituto del sexo, como es frecuente, el momento de la muerte es el clímax que buscaba desde que comenzó a fantasear con el crimen. Así como la gente tiene determinadas posiciones para ejercer el acto sexual, los feminicidas tienen sus preferencias homicidas como el estrangulamiento, los golpes o el acuchillamiento de su víctima.

Y al igual que el sexo, la culminación del crimen ofrece un placer intenso y transitorio y para prolongar la experiencia, antes de comenzar a planear el siguiente asesinato, el homicida guarda un fetiche asociado a la víctima; puede ser desde un zapato hasta un trozo del cuerpo, desarrollando una etapa fetichista.

Después del crimen, el asesino serial experimenta un descenso de su ímpetu, es decir, un lapso de enfriamiento y vuelve a su vida cotidiana en la que experimentará depresión, pues “el acto cometido no fue como él esperaba”; aquí empieza dentro de su fantasía a planear el siguiente ataque. Siempre hay un factor que lo detona, como una pelea con alguien importante para el homicida o un despido.

Potencial feminicida

Algunos asesinos en serie o feminicidas tienen uno o más signos de alerta en su niñez, según la criminóloga Mónica Ramírez Cano, quien advierte que las edades en las que se manifiesta una conducta feminicida comienza a los tres años.

Al revisar los antecedentes familiares de un asesino serial, “es muy probable que encontremos a familiares cercanos con trastornos psicológicos, psiquiátricos, abuso de sustancias, antecedentes de violencia”.

La conducta del feminicida, asegura, es motivada entre otros por el impulso sexual, pues si durante la infancia se asocia de forma errónea a la violencia, ésta se erotiza.

Erich Fromm en su libro El arte de amar, cita la experta, establece la diferencia del amor de la madre y el padre; la madre representa el amor y cuidado incondicional y el padre dará el impulso para ser alguien en la vida.

Además de la ausencia de alguno de los dos roles familiares, un ingrediente fatídico durante la infancia en desarrollo es el estrés, una sensación que “no tienen a otro lugar a donde mandarla más que al coraje y la angustia”.

La parte fisiológica y cerebral también juega un papel determinante, por ejemplo, el déficit de algunos neurotransmisores que después de manifiestan en ciertas conductas no son identificadas por algún adulto que esté pendiente del niño con este problema, menciona Mónica Ramírez. “Una persona que termina llevando a cabo actos atroces no es una persona que se despierta un día y decide cometer

un asesinato. Los focos rojos no dejan de manifestarse”, agrega.

Es ahí cuando se exteriorizan conductas preocupantes, como comenzar incendios y el ejercicio de crueldad hacia los animales, es decir el zoosadismo, primero al cortar las patas a las arañas, algo que irá escalando junto con su satisfacción hacia el asesinato de animales más grandes, como gatos y perros.

“La fantasía juega un papel en el desarrollo de un feminicida, quien se regodea con la dominación, el sometimiento y el asesinato, elementos específicos que después aparecen en sus crímenes reales”.


Los “monstruos de Ecatepec”

Mónica Ramírez asienta el perfil de la pareja de feminicidas, Juan Carlos Hernández y Patricia Martínez, en el municipio de Ecatepec, estado de México, a quienes se les atribuyen hasta ahora 20 crímenes.

El odio a las mujeres es un factor que movió a Juan Carlos Hernández a ser un asesino serial de mujeres y eventualmente a involucrar en sus crímenes a Patricia Martínez, ambos conocidos como Los monstruos de Ecatepec, quienes declararon el año pasado haber cometido por lo menos 20 asesinatos de mujeres.

Para la criminóloga Mónica Ramírez Cano, Juan Carlos presenta toda una problemática hacia la figura materna. “Creció con mucho odio hacia su madre. Cuando los dejó el papá, la mamá comenzó a tener muchas parejas, a las que incluso llevaba a su casa. Entonces, Juan Carlos pensaba ‘¿por qué mi mamá me hace esto, si debería darme todo este amor a mí’”. Así, creció con la creencia de no ser suficiente para una mujer y la angustia de que le pudiera abandonar su madre.

Juan Carlos, sostiene Mónica, involucra una serie de trastornos denominados parafílicos, es decir, patrones de conducta fuera de lo normal que se necesitan sacar a la superficie para tener satisfacción sexual.

“A él le identifiqué canibalismo, crueldad, mutilación, desmembramiento, necrofilia y el acto de violación, además de un desorden de la personalidad con características psicopáticas muy marcadas y sadismo sexual”, refiere.

Pero la historia criminal de Juan Carlos escaló al conocer a Patricia, también con una historia de vida de violencia intrafamiliar, agredida por los hombres, pero quien le brindó un amor incondicional, algo en lo que Juan Carlos encontró cobijo. El caso de ambos sólo puede entenderse como pareja, sin verse de manera individual, afirma Mónica Ramírez.

La diferencia entre ambos es que Juan Carlos ve a las personas como instrumentos con los que puede lograr su cometido, y Patricia es uno de esas herramientas.

Otra diferencia es que con los eventos de estrés y desamor por parte de la madre de Juan Carlos, él actúa la violencia, pues Patricia, quien introyecta su coraje y la necesidad de vengarse, adquiere una conducta pasivo agresiva.

“Patricia es mucho más perversa y con la condicional de que Juan Carlos no la abandone, le permite hacer todo lo que hace. Se convierte en la mente detrás del ejecutor, planeaba y conseguía a las víctimas para satisfacer las necesidades de Juan Carlos”, pero en cuanto ella dejara de satisfacer la necesidad de su pareja, se convertiría en una víctima más, añade Ramírez Cano en su descripción.

“Lo que sorprende es que en sus declaraciones, Patricia comentaba que lo más molesto para ella era que él hiciera un reguero de sangre en el baño, donde destazaba a sus víctimas. La gente ordinaria pensaría ‘¿cómo se le ocurre preocuparse por la suciedad del baño, si hay un cuerpo ahí desmembrado?’ Ese es un mecanismo de defensa de una persona que está bajo un peligro eminente”, concluye.