Un día más o menos como hoy, pero de 1949, Antonio Egas Moniz supo que se le había concedido el Premio Nobel de Fisiología o Medicina “por el descubrimiento del valor terapéutico de la lobotomía en ciertas psicosis”.
Así es, el jurado de aquella época decidió que el procedimiento desarrollado por el médico portugués, que implicaba destruir zonas seleccionadas del tejido cerebral por medio de un instrumento metálico introducido a través de una perforación en el cráneo, era una gran aportación a la humanidad, condición que Alfred Nobel dejó en su testamento.
Lo cierto es que la lobotomía tenía el efecto de “calmar” a algunos de los pacientes con eventos psicóticos. Ahora sabemos que es erróneo que fuera una terapia recomendable, que tuviera consideraciones éticas y que, más que estar fundamentada en un estudio científico sólido, se basaba en una gran ignorancia.
Esta es sólo la equivocación más notable de la esporádica relación entre el Nobel de Fisiología o Medicina y los temas de salud mental, las otras son esencialmente de omisión.
Y no es extraño, el comité del Nobel es esencialmente científico, y los temas de salud mental tienen solo una parte de ciencia, pues la objetividad y la certeza son difíciles y a veces casi imposibles de alcanzar en este campo; mientras que lo demás tiene que ver con terrenos como las emociones o hasta con la espiritualidad de las personas.
›De 1901 a la fecha, además del de Moniz, se ha dado solo un premio Nobel a un psiquiatra o investigador del tema, a Julius Wagner-Jauregg en 1927, por su descubrimiento del valor terapéutico de la inoculación de malaria en el tratamiento de la demencia paralítica. Otros premios, como los de John Eccles en 1963 o Eric Kandel en 2000, se dieron por investigaciones sobre las bases fisiológicas del funcionamiento de las neuronas, lo que no necesariamente se relaciona con la salud mental.
Pero la lista de psiquiatras nominados es larga, empezando por Emil Kraepelin, a quien se dice que Sigmund Freud apodaba el Papa de la psiquiatría y de quien se sabe que fue nominado en al menos ocho ocasiones entre 1909 y 1926, sobre todo por su investigación sobre la demencia precoz y la depresión maníaca.
Además faltarían, por ejemplo, Eugen Bleuler, por sus aportaciones sobre la esquizofrenia; Constantin von Economo, por la descripción de la encefalitis epidémica; Alois Alzheimer, por su trabajo sobre el mal neurodegenerativo que lleva su nombre; Freud, por la creación del psicoanálisis (aunque ha sido muy cuestionada y se han encontrado evidencias de que falseaba sus datos, es mejor que la lobotomía), y Hans Berger, por el desarrollo del electroencefalograma.
Las razones probablemente varían en cada caso, pero una investigación sobre el de Kraepelin encontró que quienes lo nominaron lo hacían de manera grandilocuente, pero fallaban en presentar evidencias y resultados claros y contundentes.
Este año no fue distinto, el Nobel de medicina o fisiología se concedió a los descubridores del virus de la hepatitis C, con lo que, de 1946 a la fecha, ya son 17 Nobeles relacionados a trabajos sobre los virus.
Un desdén similar ocurre con la atención pública de los problemas de salud mental, que, en promedio, en el mundo recibe solo el 2% de los presupuestos nacionales dedicados a salud pública (México está exactamente en el promedio). De hecho, el tema que la Organización Mundial de la Salud ha escogido para este Día Mundial de la Salud Mental es impulsar la inversión en el tema.
Quizá es que falta presentar datos claros e inequívocos, quizá estos no se saben entender.
Sin embargo, dos descubrimientos recientes parecen anticipar que ese tipo de datos empezarán a abundar: por un lado, la investigación con alucinógenos encuentra a nivel molecular un posible tratamiento para el trastorno depresivo mayor; por otro, se dio el primer paso, a nivel del sistema inmunológico, para relacionar el bienestar emocional (para no llamarlo felicidad) con la salud física.
Alucinógenos contra la depresión
México ha sido una fuente importante en el estudio de los alucinógenos. El primero que se sintetizó, en 1919, fue la mescalina, obtenida del peyote (Lophophora williamsii), un cactus endémico de los desiertos de varios estados.
Después, a partir de los pajaritos, como se conoce comúnmente a los ejemplares de la especie de hongos Psiloscibe mexicana, el químico suizo Albert Hofmann aisló la psilocibina y la repartió entre colegas para que estudiaran sus efectos. El mismo Hofmann había sintetizado unos años antes el ácido lisérgico o LSD, que en la naturaleza se encuentra en un moho.
Después de un breve pero intenso periodo de investigación sobre los efectos psiquiátricos de sustancias alucinógenas como estas, estos se detuvieron por temas de regulación; fue hasta hace poco que se retomaron y, en 2019, la FDA aprobó el uso de la psilocibina para el trastorno depresivo mayor. Pero lo cierto es que, aunque funciona, aún no se sabe muy bien por qué.
A mediados de septiembre, científicos de las universidades de North Carolina y de Stanford resolvieron la estructura atómica de los complejos que forman dos de estas sustancias (el LSD y un alucinógeno prototípico llamado 25-CN-NBOH) cuando se unen activamente a un receptor neuronal de serotonina, el neurotransmisor que se ha relacionado con el bienestar emocional.
Para Bryan Roth, coautor del estudio publicado en Cell, “obtener este primer vistazo de cómo actúan a nivel molecular es realmente importante, una clave para comprender cómo funcionan...
“Dada la notable eficacia de la psilocibina para la depresión, estamos seguros de que nuestros hallazgos acelerarán el descubrimiento de antidepresivos de acción rápida y medicamentos para tratar otras afecciones, como ansiedad severa y trastorno por uso de sustancias adictivas”.
La activación de los receptores como el de este estudio es clave para los efectos de las drogas alucinógenas, pues “hacen que las neuronas se comporten de forma asincrónica y desorganizada... Pero no está del todo claro cómo estas drogas ejercen sus acciones terapéuticas”, explica Roth.
Salud y felicidad
Desde hace tiempo se han correlacionado la salud física y el bienestar, pero los mecanismos exactos por los que uno influye a la otra en general no se conocen más allá de generalidades. Sin embargo, también a mediados de septiembre se publicó una investigación, en ratones, sobre una molécula inmunológica que es absorbida por las neuronas e influye en el comportamiento.
La molécula es una de las ahora famosas citoquinas (las que pueden llegar ser peligrosas si se desbordan a causa de la infección por Covid-19), la interleucina 17 o IL-17, a la que ya antes se ha relacionado con el autismo en estudios con animales y la depresión en personas.
Sin embargo, el cerebro tiene muy pocas células inmunológicas. En la publicación que hicieron en Nature Immunology, Jonathan Kipnis y Kalil Alves de Lima explican que descubrieron que las meninges son ricas en cierto tipo de células inmunes (los linfocitos T gama-delta), los cuales, en condiciones normales, producen continuamente IL-17.
Para determinar su efecto, generaron ratones que carecían de este tipo de linfocitos o de IL-17 y los sometieron a pruebas estandarizadas de memoria, comportamiento social, búsqueda de comida y ansiedad. Los ratones sin linfocitos T gamma-delta o IL-17 eran indistinguibles de los ratones normales en todos los aspectos excepto en la ansiedad.
›Una de las pruebas más significativas, fue la de recreación de campos abiertos. En la naturaleza, este tipo de áreas dejan a los ratones expuestos a depredadores como búhos y halcones, por lo que han desarrollado un miedo a estos espacios. En los experimentos, los ratones normales se mantuvieron mayormente pegados en los bordes más protectores y áreas cerradas; mientras que los ratones sin linfocitos T gamma-delta o IL-17 se aventuraron a las áreas abiertas y su conducta fue menos vigilante. Los investigadores lo interpretaron como disminución de la ansiedad.
Kipnis y Alves de Lima sugieren (en un comunicado de la Universidad de Washington) que este vínculo entre el sistema inmunológico y el cerebro podría haber evolucionado como parte de una estrategia de supervivencia múltiple.
“Seleccionar moléculas especiales para protegernos inmunológica y conductualmente al mismo tiempo es una forma inteligente de protegernos contra las infecciones. Este es un buen ejemplo de cómo las citoquinas, que básicamente evolucionaron para luchar contra los patógenos, también actúan sobre el cerebro y modulan el comportamiento”, dijo Alves de Lima.
“Ahora estamos investigando si una cantidad excesiva o insuficiente de IL-17 podría estar relacionada con la ansiedad en las personas “, añadió Kipnis.
Epílogo
Curiosamente, hay un psicólogo destacado que ha obtenido el Nobel, pero no fue el de medicina o fisiología sino, en 2002, el de ciencias económicas : Daniel Kahneman, “por haber integrado conocimientos de la investigación psicológica en la ciencia económica, especialmente en lo que respecta al juicio humano y la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre”.
Más curiosamente aún, en 1973 se dio el premio Nobel de Medicina y Fisiología a un gran estudioso de la conducta, pero no de la humana, sino de la animal: Konrad Lorenz.
En su libro Consideraciones sobre las conductas animal y humana, Lorenz se pregunta si los animales tienen vida subjetiva; es decir, si experimentan emociones como miedo, enojo, amor o alegría o si solo responden de maneras similares a las nuestras cuando experimentamos esas emociones.
Su respuesta es que, en cierto sentido, es equivalente a preguntarse si el vecino experimenta emociones como nosotros, a lo que respondemos que sí por analogía. Podemos seguir así en la cadena animal y no negarle emociones a los chimpancés, los perros, los gatos, los ratones... ¿los pericos? ¿los patos? en algún momento hay que detenernos antes de llegar a las almejas...
Ahora bien, las culturas antiguas no usaban alucinógenos para combatir la depresión sino para tener experiencias místicas y espirituales... Falta mucho para que los comités del Nobel sepan cómo valorar eso; por lo pronto, el criterio parece que seguirá siendo esencialmente farmacéutico.