El destructor de mundos y otras curiosidades

18 de Octubre de 2024

El destructor de mundos y otras curiosidades

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El 16 de julio de 1945 estalló la primera bomba atómica; mientras algunos de sus creadores lloraban y otros se quedaron petrificados, Robert Oppenheimer estaba pensando en la religión hindú

Aunque eventualmente sería conocido como “el padre de la bomba atómica” y aunque, por esa razón, dijo de sí mismo “Me he convertido en Muerte, el destructor de mundos”, Robert Oppenheimer supo del descubrimiento pionero de la energía nuclear como cualquier persona del público en general a principios de 1939:

“Nos enteramos de él en primer lugar por los periódicos”, escribió Oppenheimer a su amigo William Fowler el 28 de enero de ese año, después de haberle dicho que “El asunto del U (uranio) es increíble”.

El asunto del U era que al ser “bombardeado” con neutrones lentos se convertía en bario, un elemento cuyos núcleos pesan más o menos la mitad que los de uranio. Esto era “increíble”, porque hasta entonces todas las reacciones nucleares en que un elemento se transformaba en otro, lo hacía en, digamos, la misma división de peso.

Apenas el 6 de enero anterior se había publicado el descubrimiento de Otto Hahn de la fisión del uranio, y ni siquiera se había publicado la explicación del fenómeno que hicieron Lise Meitner y Otto Frisch (y cuya historia contamos en estas páginas a principios de este año), aunque ya un físico andaba dando conferencias al respecto, mismas que llamaron la atención de los periodistas.

Sin embargo, a pesar de que Meitner y Frisch habían utilizado la ecuación de Einstein E=mc2 para explicar la fisión del uranio, lo que implicaba que la reacción liberaba una enorme cantidad de energía, nadie estaba pensando que podría servir para fabricar bombas, ni que esos descubrimientos debieran ser secretos. Bueno, casi nadie…

El padre “biológico” de la bomba

No es exagerado decir que sin el húngaro de origen judío Leo Szilard (nacido Leo Spitz) la historia de la Segunda Guerra Mundial, y por tanto de la humanidad, hubiera sido totalmente distinta.

Szilard había pensado en la posibilidad de generar una reacción atómica en cadena desde 1933, poco después de que llegara a Inglaterra tras abandonar Berlín por el ascenso de Adolf Hitler al poder en Alemania. La idea probablemente le daba vueltas en la cabeza el 2 de enero de 1938, cuando desembarcó en Estados Unidos, adonde fue por temor a que Europa entrara en guerra.

Para enero de 1939, cuando supo, como todos los físicos en Estados Unidos, de la fisión del uranio, Szilard no tuvo dudas de que ese era el elemento que podía utilizarse para una reacción en cadena. Sólo restaba saber si al dividirse en núcleos de bario, el uranio emitía neutrones lentos que pudieran bombardear a otros núcleos de uranio que dieran continuidad a la reacción.

También en enero de 1939, el físico italiano Enrico Fermi, quien unos años antes había sido el descubridor y creador de los neutrones lentos, llegó a Nueva York, a la Universidad de Columbia, donde conoció a Szilard. A ambos les tomó unos días averiguar que sí había neutrones lentos involucrados en la fisión del uranio.

Sin embargo, cuenta el historiador de la ciencia José Manuel Sánchez Ron, mientras Fermi quería publicar los resultados, Szilard opinaba lo contrario para evitar que los nazis tuvieran la idea de hacer una bomba nuclear.

En esa discusión estaban, cuando Frederic Joliot-Curie, el esposo de Irene Joliot-Curie (la hija de Marie Curie), que trabajaba en París y era también un experto en neutrones lentos, publicó el hecho en la revista Nature. Era marzo de 1939 y los nazis invadían Checoslovaquia.

Otros dos físicos húngaros que estudiaron en Berlín y eran inmigrantes en Estados Unidos, Eugene Wigner y Edward Teller, se unieron a Szilard en la preocupación por la posibilidad de que el nazismo pudiera fabricar la bomba; pero, evidentemente, no iban a ser escuchados, así que recurrieron a un muy famoso amigo de Szilard, un físico también de origen judío e inmigrante en EU.

El padrino famoso y el chantaje

Albert Einstein y Szilard habían patentado juntos en Berlín un diseño para construir un nuevo tipo de refrigerador. El creador de la teoría de la relatividad entendió de inmediato la preocupación de su amigo y accedió a firmar la carta que redactarían los húngaros.

Originalmente estaría dirigida a la reina de Bélgica, amiga de Einstein, para que impidiera que Alemania se apropiara del yacimiento de uranio en el Congo, el más rico que se había descubierto; finalmente, por un contacto que hizo Szilard, la carta acabó siendo dirigida al presidente estadounidense, Franklin Roosevelt.

La carta, que además solicitaba apoyo para seguir investigando la fisión del uranio y advertía que Alemania ya había cesado la venta de este material de las minas que había en Checoslovaquia, le llegó a Roosevelt hasta octubre, y el presidente la consideró tan importante que ese mismo día se formó un comité sobre el uranio. El comité llegó el 1 de noviembre a la conclusión de que la construcción de las bombas era posible, pero…

“El presidente se dio por enterado, pero no sucedió nada”, escribe Sánchez Ron en su libro El poder de la ciencia. Ante esto, Szilard recurrió a un arriesgado chantaje: escribió y mandó un artículo a la revista Physical Review, donde explicaba cómo llevar a cabo la reacción en cadena y con una nota al editor para que no la publicara a menos que él se lo pidiera; por otra parte, le pidió a Einstein que hiciera llegar a Roosevelt el aviso de que si no se hacía nada, el artículo se publicaría.

El desenlace es bien conocido: se organizó el Proyecto Manhattan a cargo del coronel James Marshall, quien mandó construir el Laboratorio de Los Álamo y puso al frente a Robert Oppenheimer; el 16 de julio de 1945 estalló en territorio estadounidense la primera prueba de una bomba atómica de plutonio… La bomba de uranio, de cuyo diseño estaban muy seguros, se “probó” en Hiroshima el 6 de agosto.

Lo que no es tan conocido es por qué, ante la explosión más grande que hubieran visto ojos humanos, mientras algunos de los presentes a las 5:30 de la mañana en la prueba Trinity lloraban, otros estaban pasmados y Fermi calculaba la fuerza de explosión aventando pedacitos de papel al aire, Oppenheimer estaba pensando en la religión hindú.

Epílogo de conversión en Muerte

Además de sus trabajos en temas de física (cuántica, nuclear, de altas energías, astrofísica), Oppenheimer fue un simpatizante de la izquierda y el comunismo al grado de participar en comités de asistencia para el bando republicano en la guerra civil española. Aun así, Marshall lo contrató para encabezar la parte técnica de la construcción de la bomba.

Oppie también tenía un gran interés en el hinduismo. Según escribió James Temperton en la revista Wired, era “una forma en que daba sentido a sus acciones”, y definitivamente era necesario encontrarle sentido a la construcción del arma más poderosa que haya existido.

El hinduismo, de acuerdo con el antropólogo Agustín Paniker, no cabe en el concepto de religión como lo entiende el resto del mundo; de hecho, no implica tener fe en algo en particular: “un hindú puede ser un teísta, un panteísta, un ateísta y creer lo que le venga en gana”.

Los versos del Bhagavad-gita cuentan la historia de Krishna, que es la encarnación del dios Vishnú o su creación (dependiendo de la corriente), y de su amigo el príncipe Aryuna poco antes de que éste entre en batalla.

Aryuna está preocupado, pues deberá conducir a su ejército aunque en el bando contrario tiene familiares y amigos, por lo que, en busca de claridad, le pide a Krishna que le revele su verdadera naturaleza, cosa que él hace.

Krishna, convertido en Vishnú, es quien dice “me he convertido en Muerte, el destructor de mundos”, y la interpretación, dice Temperton en acuerdo con el experto Stephen Thompson, es sencilla: Aryuna debe cumplir su deber como el guerrero que es; la muerte y la destrucción están en manos del dios.