“Te pertenece una libra de carne de ese mercader; la ley te la adjudica y el tribunal te la da” dijo Porcia en su papel de juez, e incluso añadió: “Y puedes cortar esa carne de su pecho. La ley te lo permite y el tribunal te lo autoriza”.
Shylock, el prestamista o usurero a quien podemos imaginar cuchillo en mano y satisfecho, se dispuso a cortar del pecho de Antonio, “tan cerca del corazón como sea posible”, una libra de carne como pago por el incumplimiento de una deuda, a pesar de que Bassanio, amigo de Antonio, ofreció no sólo reembolsarle la cantidad original sino añadir dos veces su valor…
La obra El mercader de Venecia de William Shakespeare retrata en más de un sentido, aunque con bastantes sesgos y algunas difamaciones para la comunidad judía, el origen del actual sistema financiero y lo que ahora llamamos capitalismo salvaje.
El otro Leonardo y las escuelas de ábaco
En la actualidad, se considera a Leonardo da Vinci, con sus dibujos anatómicos, sus pinturas y esculturas y los diseños de sus máquinas, como el gran personaje del Renacimiento.
Sin embargo, con todo su increíble genio, la influencia de Leonardo en su época no fue tanta como ahora podríamos pensar. En la pintura fue opacado por Miguel Ángel, a quien se encargó la Capilla Sixtina; la mayor parte de sus máquinas nunca llegaron a realizarse, y sus diseños no eran públicos pues Leonardo, como era usual, pasó buena parte de su vida al servicio de los poderosos, primero del duque de Milán, Ludovico Sforza, para quien trabajaba como ingeniero, y en sus últimos años para del Papa León X, que no le encargó grandes trabajos.
Así, Leonardo escribió en las márgenes de uno de sus diarios “Los Medici me hicieron y los Medici me destruyeron”, ya que fue Lorenzo de Medici quien lo mandó con Sforza, casi como un presente para congraciarse con este adversario, y León X era un Medici.
Es curioso que la poderosa familia Medici era, en cierto sentido, el producto del ingenio de otro Leonardo, Leonardo de Pisa al que apodaban Fibonacci.
El padre de Fibonacci fue enviado como administrador a Argelia, donde el joven Leonardo descubrió los números indoarábigos (se crearon en India y la cultura árabe los adoptó), mucho más prácticos que los romanos, y en 1202 publicó en Italia el Liber Abbaco o Libro de cálculo.
Fibonacci pasó a la historia de las matemáticas por la serie de números que lleva su nombre, pero su huella en la Historia con mayúscula es mucho más profunda, asegura, entre otros, el historiador Niall Ferguson en The Ascent of Money.
Muchas investigaciones han tratado de averiguar por qué el Renacimiento inició en Italia y, por supuesto, se han encontrado muchos factores importantes; como la geografía de la península, que no era muy favorable para la agricultura pero si para el comercio marítimo con el resto de Europa, el Norte de África y el Medio Oriente.
Otro factor importante fue el libro de Fibonacci, pues para el siglo XV era usual que los niños de entre 11 y 14 años fueran a las llamadas escuelas de ábaco, donde se les enseñaba aritmética básica y contabilidad, con ejemplos de transacciones comerciales, cálculo de intereses, pesos y medidas.
Además, comenta Ian Watson en Ideas, historia intelectual de la humanidad, se les enseñaban buenas costumbres comerciales, desde los problemas relacionados con las herencias hasta juntar el papeleo financiero de cada año. Todo esto con base en el libro de Fibonacci.
Y ese era sólo el principio de la educación en Italia. Después de la escuela de ábaco se enseñaban latín clásico como lengua común, poesía, retórica e historia (que no existía el currículum medieval). La característica más relevante de este sistema educativo, para Watson, es que era secular y no dependía de la iglesia para nada.
En el banco de los acusados
Ferguson explica que, en la historia de El Mercader de Venecia, era necesario que Shylock fuera judío, porque para los cristianos prestar dinero con interés era un pecado; de hecho, Dante, en La divina comedia, reservó para los usureros en el séptimo círculo del infierno.
Pero los judíos se guiaban por un pasaje del Deuteronomio en El Viejo Testamento, donde se aclara que a un extraño le puedes prestar con interés, pero no a un hermano, así que no tenían inconveniente en ser usureros para los cristianos.
Los Medici comenzaron, igual que los judíos en el gueto de Venecia, haciendo sus transacciones sentados en un banco pero en las calles de Florencia… Sí, aunque estaban detrás de una mesa y era más un puestito que un simple banco, de ahí viene el nombre de estas instituciones financieras.
No eran usureros, sino que hacían negocios, sobre todo al principio, con las letras de cambio (cambium per literas) que se extendían cuando un particular no podía pagar a otro en un momento; los banqueros entonces ponían el dinero en efectivo, con un descuento por ahorrarle la espera al acreedor, y después podían cobrar la cantidad completa al deudor.
Sin embargo, “antes de la década de 1390, podría sugerirse legítimamente que los Medici eran más gánsteres que banqueros: un clan de poca monta, más notable por la bajeza de su violencia que por el alto refinamiento de sus finanzas. Entre 1343 y 1360 no menos de cinco Medici fueron condenados a muerte”, dice Ferguson.
Pero eventualmente, gracias a Giovanni di Bicci de Medici, no sólo se hicieron legales y llegaron a tener de cliente al Vaticano, sino que se expandieron a otras ciudades de Europa y llegaron a tener el banco más grande y diversificado, por lo que podían distribuir mejor sus riesgos. Así, fueron los primeros en adquirir un enorme poder político con dinero y no por la sangre (fuera de herencia o de la guerra).
El sistema bancario italiano fue el modelo que se siguió en otras naciones de Europa, las que alcanzarían el mayor éxito comercial en los siglos venideros, en particular los holandeses y los ingleses, quienes a principios del siglo XVII tuvieron otra aportación a la incipiente nueva economía: las grandes compañías que ahora llamaríamos globales.
Antes de pasar al siglo XVII conviene hablar un poco del viaje que ningún banquero italiano quiso financiar pero que cambiaría la economía mundial para siempre, el viaje de un navegante genovés, llamado Cristóbal Colón, que se tuvo que ir España para conseguir dinero.
La ignorancia que condujo a América
Cristóbal Colón era un buen marino, pero un matemático torpe e hizo mal el cálculo de cuánto medía la circunferencia de la Tierra.
Ante los monarcas españoles, “Colón argumentó que el viaje a través del Atlántico podría ser tan pequeño como tres mil millas, 600 millas de las cuales podrían cortarse zarpando desde las Islas Canarias, recién conquistadas. Esta distancia podría ser fácilmente recorrida por los barcos españoles”, cuenta Charles Mann en 1493.
Los reyes, convencidos, ignoraron a su comité de expertos en astronomía, navegación y filosofía natural, que había descartado la afirmación de Colón que contradecía el cálculo (correcto) que hizo Eratóstenes en el 240 aC.
Que entre China, adonde quería llegar Colón, y las Canarias hubiera todo un continente con, literalmente, montañas de plata, fue una suerte pero no una fortuna.
La idea de que el dinero se trataba en realidad de crédito, no de metal, nunca caló en Madrid”, dice Ferguson. Tampoco estaba claro el concepto de inflación, por la cual los embarques de plata que llegaban de Bolivia y México sólo lograron que los precios en España se multiplicaran por cuatro en 100 años.
Como, para colmo, los monarcas españoles emprendieron guerras con el resto de Europa y con algunas provincias internas, la corona española se fue a la quiebra en 1557, 1576, 1596, 1607 y 1627, y tuvo impagos importantes de su deuda en al menos otras nueve ocasiones. Los banqueros, claro, les seguían prestando, pues les llegaban a cobrar hasta el 40% de interés. En esas condiciones, no había plata en Potosí, Bolivia, ni en San Luis Potosí, México, que alcanzara. Abajo debe decir limitada, no ilimitada.
El padre de la ciencia económica
Aunque la economía estaba cambiando enormemente en la práctica, las ideas económicas desde el siglo XV hasta el XVIII fueron muy elementales: la riqueza es ilimitada, lo cual se traduce en que las ganancias de una nación son las pérdidas de otra o que la riqueza de uno crece a expensas de la de otro.
Hasta que el 9 de marzo de 1776, después de 12 años de trabajo y otros tantos de darle vueltas, Adam Smith publicó el libro La riqueza de las naciones.
Daniel Boorstin en Los descubridores explica que muchas de las ideas de Smith, e incluso algunas de sus frases más memorables, ya habían aparecido en los textos de otros autores desde el siglo anterior. Sobre todo, en los Francois Quesnay, a quien Smith conoció en 1766 en París.
Quesnay publicó el Tableu economique en 1758, y en él pretendía entender las fuerzas sociales como Isaac Newton había entendido las físicas, e incluso género todo un vocabulario para su nueva ciencia.
Pero tanto él como sus discípulos, conocidos primero como “los economistas” y después como “los fisiócratas”,
tenían una meta para su ciencia pues estaban “horrorizados por la pobreza de los campesinos franceses y su contraste con la riqueza de los nobles, los recaudadores de impuestos y los dueños de los monopolios, incluso tenían el lema “campesinos pobres, reino pobre; reino pobre, rey pobre”. Smith comulgaba con esta idea y quería dedicar La riqueza de las naciones a Quesnay, pero éste había muerto dos años antes.
Así, tal vez no fuera el primero en decir muchas de las cosas que estaban en su libro; pero Adam Smith juntó lo que se sabía de economía en la época de una manera coherente y clara, y con una idea de justicia social; no en vano se dedicaba a la ética y no a la economía política, como se llamaba entonces.
Sin embargo, sus propuestas se transformaron en “una carta de navegación de la ortodoxia” para quienes trataron de seguir sus enseñanzas, como David Ricardo y John Stuart Mill, dice Boorstin, que hasta perdieron de vista la visión de Smith y Quesnay sobre la importancia de reducir la inequidad.
Pareciera que, al querer hacer de la economía una ciencia, no es tan buena idea tener como modelo la física de Newton, que sólo trata con objetos y con cosas muy simples (como el sistema solar) que pueden ser abordadas sólo desde la racionalidad; se olvida entonces que en las ciencias económicas se trata con sujetos muy complejos (nosotros) que se relacionan en formas aun más complejas de manera, en general, irracional y emocional.
Muy breve epílogo
¡Ups! Dejamos a Antonio a merced del cuchillo de Shylock… Bueno, no hay espacio. Que sirva como recordatorio de que seguimos en manos del poder económico y del capitalismo que no, no inventó Adam Smith, el sólo lo describió y quiso orientarlo por el camino de la ética.