“Esto es bíblico, nosotros ya lo sabíamos”, me dice Pilar Mancera (su nombre ha sido cambiado para proteger su privacidad, así el nombre de todos los entrevistados para esta crónica).
Pilar me explica que de acuerdo a la versión de cristianismo a la que es adepta, los adventistas del séptimo día, el coronavirus es un castigo porque nos hemos vuelto muy tolerantes, demasiado liberales para que Dios nos siga amando.
“La bronca son los que llaman gays y nosotros llamamos pecadores, son gente sucia; mi compasión con ellos; pero ellos tienen la culpa, no nosotros”.
Su esposo, Miguel Sánchez (“de Mancera”, apostilla juguetón), me explica que de acuerdo a su religión “la peste” es lo que antecede a una serie de desgracias que nos esperan. Mi corazón se brinca un latido. En esta conversación soy la única que utiliza un cubrebocas.
Pilar y Miguel son mis vecinos. Vivimos en una colonia popular de Aragón, municipio de Ecatepec, en el estado de México. Mi calle es mi microuniverso en estos días de encierro. Lo que veo por mi ventana es mi historia, mi ciencia política, mis ciencias económicas. No llevo mucho tiempo viviendo aquí y no soy especialmente social, pero he hecho amigos como Pilar y Miguel, una pareja de abuelos que conviven con sus hijos y nietos en la misma casa.
¿Sin temor?
En mi colonia casi nadie respeta la “sana distancia” ni usa cubrebocas. Los niños salen a jugar desde la madrugada hasta la tarde y, en general, los vecinos prefieren no hacer caso a las medidas oficiales de cuidado en estos días de guardar. La calle es cerrada, lo que da una gran oportunidad para armar fiestones y bailes, sucede con bastante frecuencia.
Ecatepec es uno de los municipios con mayor contagio de Covid-19 en la zona conurbada de la Ciudad de México. Es el segundo lugar de contagios del Edomex. Al 8 de junio se contaban más de 2 mil casos positivos con 144 defunciones. Una letalidad de casi el 10%.
En la avenida más cercana pasa todo el tiempo una patrulla que disuade del uso del parquecito local y transmite en altavoz las recomendaciones de la Secretaría de Salud. “Quédate en casa”, se oye la voz robótica y ominosa casi a cada hora.
“Entiendo las medidas y hago caso cuando ando en la calle y me da miedo la patrulla”, me dice Eric Sosa, un joven padre que vive a dos casas de mí. “¿Cómo le hacemos con los niños? No queremos que estén todo el día en Internet”. Sus dos hijos gemelos salen a andar en bicicleta y, me explica Eric, les advierten en contra de jugar con otros niños, pero al final no hacen caso. “¿Cómo impedir que los niños sean niños?”, nos reímos Eric y yo; pero es una risa triste, veteada de miedo.
Al principio, Eric no quería ser entrevistado. “Nos sentimos juzgados porque nuestros hijos salen a jugar y nosotros a trabajar (Eric y su esposa tienen un local de comida corrida en el mercado); yo digo que se vayan a la fregada, tenemos que seguir viviendo”. Le pregunto si no teme por la salud de su familia. “Sí, pero le tengo más miedo a no comer”.
En la casa y en el caos
Al pasar tanto tiempo en casa, uno se da cuenta de lo frágil que es nuestra supuesta normalidad. En el curso del primer mes de cuarentena se nos descompuso el boiler, nos aparecieron cucarachas, nuestras perras se pelearon y una salió herida de gravedad, mi madre se cayó y se esguinzó una rodilla, al auto de mi padre le robaron piezas, a mí me dieron ataques de ansiedad. En una gota, esta es la historia de la vida en el confinamiento suburbano.
›Miguel y Pilar tienen sus propias anécdotas de caos. Su hijo Eduardo fue detenido por la policía porque su carro, estacionado desde hace meses, aparecía como robado (pronto se aclaró la situación; los agentes tenían un número de placa que difería por un número de la del carro de Eduardo). Ana Lucía, nieta, se resbaló en la regadera y se rompió un dedo. Pilar perdió un dinero que tenía guardado no recuerda dónde.
El encierro en casa significa una reapropiación del espacio íntimo pero también una invitación a sentirse ajeno a lo que, se supone, conocemos mejor.
Parafraseando al filósofo y antropólogo Marc Augé: el hogar se convierte en un lugar extraño, sin personalidad (aunque caprichoso), donde nos sentimos poseídos por una extrañeza asociada con lo que él llama los “no lugares”, espacios de tránsito que, dada su abundancia en las sociedades posmodernas, se vuelven los lugares donde más tiempo permanecemos. Un no lugar, por ejemplo, es una estación del metro.
Aunque en nuestro hogar vivimos, no transitamos, en el encierro la casa se convierte en un lugar del que no tenemos control, como no controlamos cuánta gente hay en la estación Juárez. Nuestras casas se rebelan contra nuestra continua presencia.
Son las 11 de la mañana. Veo por mi ventana pasar a los hijos de Eric platicando con una niña. A Pilar y Miguel no los veo desde hace unos días.
No veo mucho por la ventana, pero cuando lo hago miro un micromundo que se parece mucho al macromundo que se supone que nos rige. Hay quien sigue las indicaciones y quien se excusa de ellas porque su rutina de supervivencia no lo permite. No es que carezcan de información: tienen acceso a internet o la televisión. Sin embargo, muchos deciden “jugársela a las vivas”.
Eric, Pilar y Miguel dicen tener confianza en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Pero sienten que el gobierno no es sensible a sus necesidades.
Me quedo en casa. Por el momento prefiero ser solo una mirona.