Me he ganado la vida reportando y contando historias desde las entrañas mismas del poder mundial durante 34 años de mi vida. He sido testigo de primera fila de los hechos e hitos históricos que han unido o apartado el destino de Estados Unidos y México.
Mi viaje inició en 1989 cuando Alejandro Ramos Esquivel, entonces director de El Financiero, me ofreció la corresponsalía del diario en esta capital. Empezaba el sexenio de Carlos Salinas, con su sueño globalizador. Despachó a José Córdoba a Washington a pedir la negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Quería volver permanente una década de apertura neoliberal. La sociedad mexicana demandaba información en tiempo real.
Entrevisté a negociadores, empresarios del cuarto de al lado, legisladores. Viajé a Canadá, México y en Estados Unidos. Mi nota diaria se volvió referente. A mi apartado postal llegaban anónimamente borradores de capítulos del TLCAN y de propuestas. Petróleo, migración y las privatizaciones, los temas más contenciosos. El Internet estaba en pañales y las redes sociales no habían nacido.
Clave en la estrategia estadounidense era filtrar posicionamientos para ganar ventaja en la mesa de negociaciones. Los funcionarios mexicanos aprendieron a jugar el juego. El embajador Jorge Montaño, de los más hábiles que pasaron por la casona de Avenida Pensilvania, me citaba discretamente para pasarme un papelito, un nombre, un tip.
El TLCAN trajo cambios al periodismo en la capital estadounidense. Washington buscó influir en la opinión pública mexicana. Se ampliaron las fuentes de información y el acceso. Los mexicanos fuimos los primeros corresponsales latinoamericanos en ser acreditados por la Casa Blanca.
Hacia finales del siglo pasado, la agenda se narcotizó. Telefonazo para darme el pitazo de la detención en Miami de un avión fichado por la DEA, con un prominente político priista a bordo. Entrega de un explosivo informe de inteligencia sobre presuntos lazos del grupo Hank con los Arellano Félix que provocó la venganza de la familia del fundador del Grupo Atlacomulco contra mí. Matar al mensajero.
Fue la edad de oro del periodismo mexicano en Washington. Ya no existe. Quedó rebasada por el vertedero que es el Internet. Los corresponsales mexicanos somos cada vez menos. De 12 pasamos a cuatro. Grandes medios no ven el beneficio de invertir en corresponsales cuando pueden copiar la nota del internet, armarla con base en hilos de tuits o mal pagar a un freelance. Mal cálculo y peor momento.
En países con gobiernos autocráticos, el periodismo crítico e independiente está bajo ataque. En México, el presidente López Obrador abusa del poder del púlpito para descargar su odio contra la profesión en su conjunto y contra ciudadanos privados que la ejercemos. Su retórica encuentra eco en la cámara de resonancia del obradorismo. Para el sector de la población propenso a su mensaje de odio somos el enemigo.
Pero no hay gobierno que no termine, ni circunstancia política que no cambie. El acoso de AMLO es coyuntural. Pasará. El trumpismo y el bolsonarismo siguen vivos en Estados Unidos y Brasil, pero la demonización de los medios se fue con Trump y Bolsonaro. Lo mismo ocurrirá en México cuando el populista autócrata se marche. Muerto el perro se acaba la rabia, dice el refrán.
A fines de 2021, dejé de publicar en medios para dedicarme a escribir mi último libro Mexico, A Challanging Assignment. El receso, que prolongué a propósito, sirvió para reflexionar sobre la importancia de seguir haciendo el periodismo riguroso y honesto que siempre he hecho. Un periodismo que defiende la democracia porque es nuestro hábitat. Pensé que si nos atacan es porque no han podido controlarnos o callarnos. Nuestro poder no está en la fuerza, sino en la comunicación. La gente depende de nosotros para saber algo que, como dice Jon Lee Anderson, se asemeje a la verdad. El periodismo no es, por lo tanto, una profesión más, es una forma de vida a la que no se puede renunciar. Primero se van ellos.