El presidente de México se ganó a pulso la antipatía de Estados Unidos. Desde la mañanera, insulta y difama al gobierno estadounidense, a su población, instituciones y cultura, al tiempo que difunde propaganda rusa contra el socio con el que México tiene la relación económica y diplomática más relevante en el mundo.
No tiene sentido de respeto. En sólo unos días, acusó a Estados Unidos de “doble moral”; estigmatizó a los padres de familia como personas individualistas que no inculcan valores morales a sus hijos drogadictos; criticó a la NBA por no sancionar a sus jugadores por fumar marihuana; acusó al sistema judicial estadounidense de imputar penalmente a Trump por móviles políticos y apeló al “humanismo” del líder comunista chino, acusado de genocidio contra los uigures y represión contra disidentes, para ganar su empatía en su confrontación con Estados Unidos en torno al fentanilo.
Se ha hecho eco de un artículo sin pruebas, escrito por un desprestigiado reportero estadounidense, cooptado por el aparato de propaganda rusa, para acusar a Joe Biden de haber ordenado la explosión del gaseoducto ruso Nor Stream sin importarle que la versión fue desmentida por la Casa Blanca y el Departamento de Estado.
Disfrazada de un falso “neutralismo”, la postura de Andrés Manuel López Obrador está más del lado de Rusia que de Occidente. Censura a Estados Unidos y Europa por ayudar a Ucrania a defenderse en la guerra de agresión detonada por un acusado de crímenes de guerra en la Corte Penal Internacional. No se da cuenta que el principal interés en México de Putin, a quien nunca ataca, es su vecindad con Estados Unidos.
Parte del problema es la relación estrecha del embajador Ken Salazar con AMLO. En lugar de responder a sus agravios en tono diplomático, pero enérgico, Salazar se hace de la vista gorda. La molestia con el desempeño del hombre del sombrero crece en Washington. Su condescendencia con el inquilino de Palacio Nacional no es nueva, pero sí más evidente.
AMLO hábilmente excluye a Biden de su torrente de insultos. Aduce a una presunta “relación personal” con él. Recientemente dijo que las críticas por violaciones de los derechos humanos en México vinieron del “departamentito” de Estado, no de Biden. Como si el secretario Antony Blinken se mandara solo.
Biden es el presidente mejor informado del mundo, conoce perfectamente lo que sucede dentro de México, pero calla, no quiere desestabilizar el frágil equilibrio bilateral. Guarda las apariencias en público como vimos en su viaje a la Ciudad de México en enero. Pero lo cierto es que Biden no soporta a AMLO. Como todo jefe de Estado con dignidad, resiente la ofensiva retórica contra su país de alguien que se supone es aliado y socio. Son muchas las que le ha hecho: cuestionó su triunfo, secundando los alegatos falsos de fraude electoral de Trump, a quien sigue defendiendo; saboteó durante dos meses la Cumbre de las Américas en Los Ángeles, condicionando su asistencia a la de sus amigos dictadores; Biden no cedió y AMLO no asistió. Para limar asperezas, Salazar convenció a Biden de invitarlo a la Casa Blanca, pero AMLO volvió a hacer de las suyas: leyó por 40 minutos un irrelevante texto durante un breve acto protocolario en la Oficina Oval. Biden, incómodo, aguantó sin interrumpirlo.
Meses después, Biden viajó a la Ciudad de México y AMLO hizo lo mismo en la Cumbre de Líderes de América del Norte, sólo que esta vez por partida doble, pues también asistió Justin Trudeau. AMLO dio por terminada la rueda de prensa conjunta sin dar oportunidad a sus huéspedes de responder. “Quiero dejar registro que no respondí”, dijo Biden contrariado. Un día antes, pese a la objeción del Servicio Secreto, Salazar convenció a Biden de aterrizar en el AIFA, dizque para comenzar con buen pie.
Lo tragicómico (más trágico que cómico) de esta versión mexicana del “americano feo”—ofensivo, ignorante, intolerante, desconsiderado y rudo— es que está antagonizando a los demócratas y dando municiones a los republicanos militaristas que piden la intervención.