Cuando Héctor Cabrera Fuentes logró introducirse ilegalmente en el complejo de condominios en Miami a las 4:50 pm del 14 de febrero de 2020, con la misión de ubicar el automóvil de un informante de Washington, y anotar el número de placa, el científico mexicano vuelto espía ruso no sabía quién era el blanco de su misión. Tampoco sabía que el plan era asesinarlo.
Cabrera pronto se dio cuenta del lío en que se había metido. Fue arrestado dos días después en el aeropuerto de Miami cuando se disponía a regresar a la Ciudad de México con su esposa mexicana. En febrero de 2022, se declaró culpable de espiar para Rusia. La noticia causó asombro en México donde había destacado en el campo de la biología molecular.
En 10 días, el 16 de julio, el preso número 20862-104 saldrá libre de la prisión federal en Jesup, Georgia, tras cumplir una sentencia de 4 años 1 día. Será deportado a México y vetado de por vida de ingresar al país donde quedó marcado como el espía mexicano de los rusos. Cabrera no respondió a mi petición de entrevista que le envíe vía servicio postal.
Las prisiones no aceptan llamadas de afuera. Deben iniciarlas los presos. Le hubiera preguntado cómo es que un hombre de ciencias, con un improbable perfil de espía, terminó colaborando con el sanguinario aparato de inteligencia ruso que tan sólo en Gran Bretaña ha asesinado a 14 desertores.
En su nuevo libro Spies, el académico inglés Calder Walton revela que el blanco del frustrado operativo en Miami era nada menos que Aleksandr Poteyev, exalto funcionario del Servicio de Inteligencia Exterior (SVR), y que el plan era ejecutarlo en lo que habría sido el primer asesinato del gobierno ruso en territorio estadounidense. Un acto de guerra de facto.
El periódico Kommersant reportó que el Kremlin sabía donde vivía Poteyev y que un “Mercader” ya había sido despachado para matarlo, dice Walton, en referencia a Ramón Mercader, al comunista español que asesinó a León Trotski por órdenes de Stalin en Coyoacán en 1940.
Reclutado por el FBI cuando se desempeñaba como “diplomático” en la misión rusa ante la ONU en 1999, Poteyev había estado a cargo del programa de los “ilegales”, espías durmientes que vivían bajo identidades falsas en Estados Unidos. Fue él quien dio al FBI los nombres de 11 “ilegales” plantados en suburbios en la costa este, lo que llevó a la operación Ghost Stories del FBI que culminó en el arresto de todos. Fueron deportados a Rusia en un intercambio de presos para evitar un juicio que hubiera revelado la identidad de Poteyev. El exitoso operativo inspiró la popular serie The Americans de Netflix. Walton considera que en la vida real los “ilegales” fueron un rotundo fracaso ya que no tuvieron acceso a información clasificada y fueron descubiertos.
Para Putin, lo único peor que el fracaso es la humillación. Culpó a “traidores” en el SVR por el fiasco y prometió vengarse. Poteyev, quien durante más de 10 años proporcionó secretos a Washington a espaldas de Putin, se volvió enemigo número uno del Kremlin.
El SVR invirtió grandes recursos en el programa considerado epítome de la inteligencia rusa. En sus años en la KGB, Putin quiso ser “ilegal”, dice Walton, pero reprobó los exámenes de idioma. Nunca pudo aprender inglés.
Cabrera narró al FBI su historia de encuentros con espías rusos en Moscú. Confesó que tenía dos esposas, una mexicana y otra rusa que usaron como moneda de cambio para presionarlo. Dijo haber pasado largo tiempo en Rusia. El Departamento de Justicia concluyó que el mexicano fue “detectado, evaluado, reclutado y manejado de acuerdo con las tácticas consistentes de los servicios de inteligencia rusos”.
Imposible saber cuántos más espías improbables o espías durmientes han reclutado los servicios de inteligencia rusos en México.
A diferencia de Brasil, que arrestó a tres “ilegales” rusos que usurparon la nacionalidad brasileña con documentos falsos, de Europa que los expulsa con regularidad y de Estados Unidos que reforzó al máximo sus mecanismos de contraespionaje, el gobierno de López Obrador les abre la puerta. No los investiga. Parece más dispuesto a jurar lealtad a un imperio en decadencia en lejanas tierras que a unirse a Occidente.