Crónica | Unas horas en el infierno
Al salir de un hospital de la Ciudad de México tiembla el cuerpo, la tensión por estar en el epicentro de la infección da una sensación de desgaste extremo; y así lo vive cada día el personal de salud, en turnos en los que, junto a sus pacientes, buscan sobrevivir; este es un relato escrito por ejecentral desde adentro de un sanatorio Covid-19
Apenas fustigó la pandemia a nuestro continente, en los pocos reportajes que se hicieron desde el epicentro de la zona más afectada de los hospitales de Nueva York, en los Estados Unidos, vi cómo invariablemente, había decenas de personas corriendo en un coordinado caos, y siempre, una persona con entrenamiento médico y/o militar que revisaba que todos los que entraban al área de Covid–19, lo hicieran con el equipo suficiente y que este estuviera bien utilizado y en perfectas condiciones. “I am the P.P.E. monitor” (soy el monitor del Equipo de Protección Personal), decía el hombre de unos cincuenta y tantos años que resguardaba el acceso a una de las unidades de cuidados intensivos en un video del reportero Nicholas Kristof, del New York Times.
Aquí, en México, no hay nadie que vigile la entrada a la boca del infierno. Afuera del área de Covid–19 de uno de los hospitales más grandes del gobierno de México, no hay un alma. En las puertas abatibles, hay un letrero hecho intempestivamente a mano sobre una hoja cuadriculada de libreta, que advierte del peligro en letras grandes. Yo ya vengo preparado de pies a cabeza, por suerte.
Aquí es donde se equipa el personal antes de entrar. Y después de salir. En el sucio suelo, junto a un rociador a medio llenar que imagino servirá para que el personal del área haga una rápida desinfección de manos antes de ponerse el E.P.P. Hay equipos tirados, cubrebocas grado N95, unas cuasi transparentes batas desechables y algunos cubrebotas azules, hechos de tela SMS. Me imagino el foco de infección que eso puede generar y noto que siento calor y me sofoco bajo mi equipo de protección personal. En este momento exacto, es cuando me dan ganas de largarme.
El enemigo, es invisible. Sabes que existe, pero no lo ves nunca. Apenas la humanidad tiene unos meses de conocerlo y estudiarlo. Según la gran mayoría de reportes científicos serios, el virus que causa la enfermedad Covid–19, mejor conocido como el SARS–CoV–2 (coronavirus tipo 2 del síndrome respiratorio agudo severo), infecta por medio de la saliva y aerosoles de aliento de las personas enfermas. Entre más enfermos juntos hayan y más enfermos estén, en un espacio más aislado, mayor concentración y peligrosidad del virus. Así que detrás de esas puertas, el enemigo está atrincherado por millones, esperando rodearte y atacarte al menor descuido.
Están solos
No entraré en detalles, pero para ingresar a un área de tanto riesgo contagioso, lo ideal es vestirse y equiparse despacio, paso a paso, con mucho cuidado y concentración, y que alguien te supervise en todo momento, porque es común que en actividades físicas metódicas, nuestra mente divague y cometamos algún error por distracción; máxime cuando llevas la adrenalina en los poros.
›Crucé pues, aquellas puertas estando perfectamente equipado (overol, cubrebotas, dobles guantes, careta plástica, goggles, cubrebocas n95 grado médico, etc.) hacia lo que me imaginé, sería un área repleta de personal sanitario cuidando a unos cuantos enfermos. Nada más alejado de la realidad.
En el ala sur de ese hospital, hay poco más de 60 pacientes internados, atendidos sólo por dos médicos acompañados de 10 enfermeras. Los pacientes, están todos retacados en cubículos que pueden contener hasta cuatro camas, separadas entre sí, por una mampara de tela azul. Al ver a los primeros enfermos, comprendo el por qué, cuando estaba en urgencias, escuché que una médico del triage de urgencias respiratorias se negaba a ingresar a una paciente nerviosa que decía que le faltaba el aire, pero que tenía una leve hipoxemia (bajo nivel de saturación de oxígeno en sangre). “Mire, váyase a su casa y haga ejercicios de respiración porque si la ingreso, es probable que se me ponga peor si la meto a piso”.
El tema es que no veo lugar disponible. Pero además, veo que a los pacientes los han colocado indiscriminadamente, conforme van llegando, donde hay una cama recién desocupada, ya sea por muerte, o por alta médica. Así es como cualquiera de recién ingreso que necesita apenas oxígeno, puede terminar flanqueado por personas en estado sumamente crítico, en coma inducido, que llevan varias semanas intubadas.
El personal sanitario me lo dice claro. Están solos y necesitan ayuda. Realizan largas jornadas y no pueden ni salir al baño porque el E.P.P. es muy escaso y es arriesgado apresurarse al retirárselo. Les dan un juego extra únicamente, por si “les gana la urgencia”.
Me da cierto coraje y vergüenza ver que el equipo que yo conseguí es bastante mejor que el que les dieron a las enfermeras, quizás, me aventuro a pensar, porque ellas no pueden pagarlo. Les ofrezco conseguir donativos para uno mejor y una de ellas, sin mirarme, me solicita con desgano que mejor pida que los surtan de medicamentos. Le pregunto cuáles necesitan y me responde con sequedad: “todos”. Me imagino que, si pudiera mirar la expresión de su rostro, sería de recelo. Uno de los doctores me dice que ellas temen hablar y perder su empleo.
“Para que me entiendas”, me recalca, “no tenemos ni paracetamol intravenoso. Aquí las compañeritas hacen milagros con lo que nos dejan” y me platica que han tenido incluso que machacar y moler pastillas de medicamento y administrarlo con el apoyo de una cánula o de una sonda nasogástrica (un delgado tubo de plástico que se introduce a través de la nariz hasta el estómago, pasando por el esófago) para los que ya no pueden deglutir…
Yo mismo he estudiado los manuales de capacitación que han entregado las autoridades mexicanas. Los he visto completos y bastante bien hechos. Pero me dicen que no hay ni gente para poder aplicarlos.
Pero los protocolos no sirven de nada, me aseguran, cuando hay tan pocas manos para trabajar, pues tienen lo mismo compañeros que se han amparado para no atender a estos pacientes, que compañeros que son mayores o tienen comorbilidades como diabetes e hipertensión.
›Les pregunto entonces si no pueden auxiliarlos los médicos cubanos que he leído que están en el país. “Esos ni se meten”, me contesta el otro médico con acento norteño, “el jefe dice que nomás vienen a hacernos observaciones y nunca ves a los batos más que en el comedor”, agrega con ironía.
El organismo dañado
Veo a una señora mayor que, desde uno de los cubículos, nos hace señas con el brazo. No sé si necesita algo. Les aviso y el médico norteño va a verla. Pregunto a los demás sobre los tratamientos y el porqué todos los que están intubados están en decúbito supino, si muchos dicen ahora que es mejor que estén bocabajo. Me responden que no tienen las adecuaciones en las camas y el equipo y que institucionalmente, no hay instrucciones. Que conforme a los síntomas, les dan lo que piensan que puedan ayudarlos o lo que han leído por ahí, si es que llegan a encontrarlo. A algunos les dan sólo oseltamivir, a otros les dan lo mismo, pero con algún anticoagulante, a otros les dan hidroxicloroquina con azitromocina, a otros, anticoagulante con antibiótico y podrían ser todos el mismo paciente, pero como todo es ambiguo y no hay un criterio definido, “muchas veces, en realidad no sabemos ni si los estamos ayudando”.
›El norteño ha vuelto y nos menciona que acaba de fallecer uno de los pacientes. Se trata de un hombre de 34 años que llevaba sin pasar orina más de 4 días. Dos de las enfermeras dicen que les toca “desconectarlo” (imagino que se refieren a quitarle el ventilador). Pregunto si no harán el intento de reanimarlo. Me entero que no pueden. Tienen la orden de no hacerlo porque aumentan la posibilidad de contagio de todos los que ahí estamos. Además, afirman, nunca sobreviven a unas horas más. El organismo ya está demasiado dañado.
“No vale la pena”, me dice el norteño cuando hago el intento de seguirlas. No sé si se refiere a que se trata de algo traumático de mirar o riesgoso, pero prefiero no averiguarlo. Suena el monitor cardiaco de algún paciente y a los pocos minutos me quedo solo con una de las enfermeras.
Me cuenta que no tienen ni computadora ahí dentro para hacer el acta de defunción. Que ellos llaman por teléfono y algún médico de apoyo sube cuando está disponible y si no tienen mucho trabajo (solo son dos para 120 camas), y le muestran el expediente médico desde detrás del cristal de la puerta y el médico que está afuera, es quien se encarga de poner los datos en la computadora y de avisar a la trabajadora social, quien llamará a los familiares. Ella no les informará del fallecimiento por teléfono. Les pedirá que lleven algunos documentos para el expediente médico, entre los cuales, están los que se necesitan para oficializar la muerte de su ser querido. Sólo entonces, el médico de guardia les dará la terrible noticia.
“Sale paciente”
Si hay mucho trabajo o es de noche o fin de semana o tocan cambios de turnos, los cadáveres pueden permanecer por horas en el área de Covid, tapados apenas con una sábana, ocupando un lugar que bien podría necesitar otro paciente en urgencias pues a veces pasan hasta 12 horas para lograr una cama (el difunto debió ya antes, ser trasladado a patología y la cama, debió ser lavada y desinfectada con hipoclorito de sodio).
“Por eso no les checan los números”, me reitera la enfermera. “A lo mejor hay respirador, pero tienen que rechazar enfermitos hasta que se hace todo”.
Me duele la cabeza. Me dice que es normal, que así le pasa siempre por respirar tan trabajosamente. Suena el teléfono. Van a ingresar los de la morgue. Cuando le menciono que el fallecido no tardó tanto, me responde que se trata de otro, del turno anterior. A los minutos, llegan dos individuos que se quedan en la puerta. Visten batas desechables, gorros, cubrebocas quirúrgicos (tricapa, termo sellados, no N95), cubrebotas y guantes. Hasta ellos, les llevan el cadáver de un hombre muy obeso que no cabe en la bolsa cadavérica y que la sábana no alcanza a cubrir del todo. “Sale paciente”, grita el flaco.
“Sale paciente”, se alcanza a escuchar a otro que contesta lejos. “Es el código para avisar que llevan un cadáver. Los está esperando un compañero en el elevador”, me dice el norteño. Se lo llevan por el mismo ascensor por el cuál yo llegué y por el cual se accede al edificio.
Y no sé –preferí no preguntar– si lo sanitizan después, por la evidente falta de recursos y personal, pues por el tamaño de hospital, calculo que diariamente usen esos artefactos, unas 300 o hasta unas 400 personas.
›Pregunto si es obligación cremar el cuerpo. Me dicen que no. Que se lo llevan hasta el área de patología y después tiene que ser reconocido por algún familiar. Se les entrega y ellos disponen. “¿Puedes creer que Patología está junto a ropería? Si no los contagió él, se van a contagiar allí.”
Por fin, toca el cambio de turno. Salgo junto con ellos. Quitarse el equipo de protección personal es en extremo agotador. Me tiembla el cuerpo por tensión y por cansancio. Han pasado poco más de un par de horas y estoy desgastado. Me voy en mi auto compacto rumbo a casa, me urge quitarme la ropa (aunque sé que no estuvo en contacto con el virus, solo pienso en lavarla) y darme un buen baño. Estaré aislado algunos días para luego hacerme la prueba de PCR. Mientras tanto, ya que lo he visto con mis propios ojos, constato que la situación general, es crítica. Si así está uno de los grandes hospitales de la capital, no me quiero ni imaginar como estarán otros en otras zonas con menos recursos.
Si pueden, quédense en casa. Si no pueden, usen cubrebocas todo el tiempo y no los tiren en la calle. Me temo que todo esto, se puede poner aún peor.