Juan Carlos y Patricia “N” emergieron de lo profundo y oscuro de nuestra cotidianidad para ponerse en el centro de la atención. Dos seres que más allá de las grietas que fragmentan nuestra desigual sociedad han estado probablemente a lado nuestro sin que notemos su letal presencia. En la televisión y los diarios hay más y más información. Desde el día de su detención para acá, los titulares, primeras planas y algunas de las mejores plumas se han ocupado de ellos. El horror no se agota y la historia da siempre para más. Como la de los pozoleros, mochaorejas y los cientos de sicarios de esa enorme familia “N”, la fama de Juan Carlos y Patricia, monstruos de Ecatepec, crece tan retorcida como los actos que la alimentan, más grotescos al ser confesados con lujo de detalle por los criminales mismos. La locura no basta para explicar las motivaciones que tuvo ese dúo para engañar, violar, asfixiar, degollar, filetear, desmembrar, cocinar, comer y tirar los pedazos de sus víctimas. Estudios serios como el que hizo el Centro de Investigación para la Paz México, A.C., han establecido evidencia de que la sociedad mexicana podría estar distanciada de lo que las personas perciben como “los medios” de comunicación. Eso sería un indicativo de salud mental colectiva. Sin embargo, tal supuesto contradice la insistencia de la prensa en este drama. La cobertura frenética de las andanzas de los esposos caníbales de Ecatepec, municipio otrora gobernado por Eruviel Ávila, insólito exaspirante a la Presidencia de México, da cuenta de que algo importante y grave falló, y mucho. Para algunos es un fracaso de la democracia, porque no funcionaron las políticas públicas y la aplicación de recursos del erario que debieron evitar que personas como ellos y sus vecinos estuvieran en la situación en que se encuentran. Fallaron los consensos para construir leyes y normas que obligaran a la policía, al Ministerio Público y los servicios sociales a detectar a los asesinos seriales, seguir el rastro doloroso de tantas mujeres desaparecidas y frenar la masacre. Fallaron también las políticas de salud y educación, de desarrollo social y empleo, de abatimiento de la marginalidad y prestación de servicios públicos. Fallaron los planes de fomento a la inversión, el desarrollo y las oportunidades, para que ninguna colonia de Ecatepec o de todo México se transformara en trampa mortal para mujeres, niñas y adolescentes, como las que se desangraron en las casas del enfermo mental que aún lamenta no haber matado a más. Si el resto de nosotros puede encontrar algo de paz, considerando que esto sucede en nuestras narices y con gente igual a nosotros, nos queda el serio problema de que la violencia extrema que nos rodea, inundando las redes, los medios y todo el relato público del que formamos parte, así como la falla sistémica que la prohijó, toleró y encubrió, constituyen una grave subversión contra la forma de vida que supusimos contra el modelo de convivencia que, según nosotros, construimos y contra la democracia en el sentido más elemental. Los crímenes cotidianos, brutales e impunes, socavan la democracia y la civilización. Y cuando todo falla, aparecen redentores, oportunistas y falsos mesías carentes de ideas y proyectos realistas, pero hábiles en apropiarse de la representación del miedo, el dolor, el odio y el rencor; que prometen soluciones mágicas y reivindicaciones improbables. Así surgen los Bolsonaros, Trumps y demás saboteadores de la convivencia democrática que poco a poco, como el flautista, forman tras ellos a la multitud que habla, danza y actúa al son que le tocan. Ojalá que los monstruos paguen caro sus crímenes y que todos estemos a tiempo de no dejarlos volver a engañar.