En el día 13 de la autollamada “Cuarta Transformación”, la respuesta de Cuauhtémoc Cárdenas el 1D, sobre si sabía en qué consiste tal cosa, es vigente. “No puedo saber qué quiere decir eso”, dijo el excandidato presidencial y pidió le vuelvan preguntar en seis años más. Hoy, muchos se ven representados en su contestación. La voz y el logo oficiales refieren —con poca modestia— que es el capítulo que sigue a la Independencia, la Reforma y la Revolución. Nada más. Pero en el discurso del Presidente y de algunos seguidores suyos es tan arbitraria la selección de los episodios históricos, tan simplificadora y maniquea su descripción y tan arrogante la invisibilización de todo lo demás, que más allá de su feligresía a nadie queda claro qué es la 4T y aún menos se presta a consenso. Más bien se confirma como mero y funcional concepto propagandístico. Lo que no se puede negar, aunque sea poco tiempo, es que el discurso, el manejo de símbolos y emociones, las prioridades de la agenda, los frentes abiertos y la frenética estrategia de saturación informativa que conduce Andrés Manuel López Obrador, forman ya una cadena de disrupciones con alto impacto en las percepciones, el ánimo colectivo y la convivencia social. Si se atiende a las opiniones publicadas y no se diga a las “conversaciones”, por así llamar al griterío en las redes sociales bendecidas por quien hoy encabeza dos Poderes de la Unión y pelea con el tercero—, la audiencia está partida en dos bloques. Uno a favor y otro en contra. ¿Pero, de qué? Las dos mitades responden a dos relatos aparentemente irreconciliables. La primera, al que inspira la retórica lopezobradorista: repudio total a lo que llaman régimen neoliberal y lo culpan de la ancestral pobreza, la creciente desigualdad, la escandalosa corrupción heredada y hasta de la diabetes, entre otras calamidades. Un relato enemigo de los privilegios, aunque nunca aclara dónde inician o acaban éstos, pero que atribuye igual al decil más acaudalado que las clases medias, y que es evasivo sobre la violencia que ensombrece buena parte del territorio nacional. La segunda mitad se agrupa en las argumentaciones que privilegian la agenda democrática; en la defensa de las libertades y los derechos humanos, en la protección de la división de poderes, las instituciones autónomas y los contrapesos al poder público. Pero este segundo relato no ha podido responder al contra argumento de que la democracia no ha servido para mejorar las condiciones de vida concretas de las mayorías en el país. Con la cabeza más fría, podría comprenderse que ambas visiones son complementarias, que los valores y herramientas democráticos —bien utilizados— solucionan problemas, que como pontifica el Presidente “no sólo de pan vive el hombre” y que será difícil una justicia social sustentable sin democracia, equilibrios y libertades, a salvo. Este día 13 cobra sentido la defensa que hizo el lunes pasado el ombudsman nacional como eje necesario de la 4T; su rechazo a que se condene o estigmatice el legítimo ejercicio y defensa de los derechos; su petición de respeto a la pluralidad y al disenso, y a no debilitar la institucionalidad democrática precarizándola o haciéndola administrativamente inoperante. Luis Raúl González Pérez habló en favor del equilibrio de poderes y recomendó que ignorancia y pobreza no se vean (y obvio, no se exalten) como virtudes, sino como condiciones a superar mediante el desarrollo; destacó que las leyes también son productos históricos populares y valiosos, y llamó a evitar la polarización y división de las instituciones y la sociedad. El inicio de la ruta suele ser un buen momento para repasar el mapa y subrayar el destino.