Con el hablar lento que caracteriza sus discursos y ruedas de prensa, Andrés Manuel López Obrador esbozó su visión de la comunicación en su gobierno. “Poquito, porque es bendito”, dijo, al anunciar la reducción “a lo mínimo” de las oficinas de comunicación de las dependencias federales. Para atajar dudas, agregó: “voy a ser más claro, no va a haber una oficina de prensa en Gobernación, ni en Relaciones Exteriores, ni en Agricultura, ni en Pemex. Todo va a tener que ver con la coordinación de la presidencia, porque vamos a ahorrar”. Jesús Ramírez, quien encabezará dicha coordinación, detalló después que “se van a acabar todos los vicios de la relación de los medios con el poder” y abundó en lo que llamó las etapas de “la subordinación” y “la paradoja del poder de los medios sobre el poder público”. Se van a reducir a la mitad, precisó, la publicidad y los gastos en los medios. Las oficinas de prensa en las dependencias federales se establecieron en el gobierno de Manuel Ávila Camacho, tras la creación, en 1936, de la Dirección de Publicidad y Propaganda que Lázaro Cárdenas adscribió a Gobernación. Antecesoras de las actuales direcciones de comunicación social, aquellas primeras instancias no pretendían abrir ni transparentar la gestión pública, sino controlar a la prensa. Pero al tiempo, la democratización del país las llevó a favorecer una mayor interlocución de las instituciones con los medios y la ciudadanía. La alternancia en el 2000 desperdició su oportunidad para replantear el modelo de relación entre gobierno y medios. El eje de esa interacción debió haber pasado del dinero y la protección mutua de intereses, al periodismo y el intercambio de información de interés público. Para eso era necesario entonces, y lo es ahora, reformular el diseño y operación de las oficinas de comunicación institucionales, no aniquilarlas ni minimizarlas. Disminuir el gasto es de urgencia indiscutible. Según cifras de 2017 de Fundar, la tendencia de las erogaciones para publicidad de la administración peñanietista prevé una suma sexenal de casi 60 mil millones de pesos, debido a los sobreejercicios que cada año desbordaron las partidas autorizadas por el Congreso y que, por cierto, en nada ayudaron al posicionamiento de Peña y su gobierno. En los sexenios previos, el incremento sistemático de ese gasto, fue también la constante. El problema es que corregir el pésimo y oneroso manejo reciente de la comunicación oficial eliminando las áreas dedicadas a esas tareas, bajo la bandera de la austeridad ondeada por el presidente electo como remedio universal, implica silenciar a las instituciones y concentrar la voz de todo el gobierno en una ventanilla, insuficiente e ineficaz, y en una sola persona: Andrés Manuel. Urge erradicar excesos, racionalizar y transparentar las pautas publicitarias. Pero lejos de acotarla, la comunicación gubernamental debe usarse para producir políticas y estrategias que den cuenta del proceder oficial, fortalecer la narrativa del gobierno, acercar información a los medios que sí hacen periodismo, anticipar y prevenir crisis e interactuar con eficacia en las redes sociales. La comunicación social, en toda sociedad abierta, sirve también para explicar decisiones y generar consensos en torno a la acción del gobierno, mediante el despliegue legítimo y democrático de su capacidad persuasiva. Las direcciones de comunicación del gobierno federal y los órganos autónomos son necesarias. Muchas se han profesionalizado a niveles de alta calidad. Tacharlas de meras duplicidades o instancias de ornato, revela profunda ignorancia. La autollamada cuarta transformación está a tiempo de reconsiderar sus dichos y aprovechar su oportunidad para comunicar, desde el gobierno, con apertura, inteligencia y al servicio de la sociedad.