México y Brasil cerrarán el año con transiciones de gobierno. Con un mes de diferencia y en direcciones políticas distintas, ambos países perfilan cambios más profundos que meros relevos en la presidencia y los gabinetes. Se asoman también visiones inesperadas, desde el nuevo poder público, sobre el rol de medios, el uso de plataformas digitales y la relación con el periodismo. Para el neofascista Jair Bolsonaro, según apunta un cable de Reuters retomado el lunes por el periódico La Jornada, no basta con atacar a los medios de prensa críticos en las redes sociales. Cuando asuma el cargo buscará poner fin a los medios que lo han criticado. Para ello tiene 500 millones de dólares presupuestados para publicidad oficial y eliminará la compra de anuncios a los medios adversarios. Bolsonaro, igual que Donald Trump, define toda investigación periodística como noticia falsa. Sus amenazas preocupan en las redacciones y como suele ocurrir en esos casos, algunos periodistas experimentados que trabajan para medios importantes de Brasil dijeron a Reuters que han empezado a suavizar sus críticas por temor a las represalias y a la violencia de sus simpatizantes. Antes de la censura, ellos se autocensuran. En México las cosas tienen otro matiz. La versión de Andrés Manuel López Obrador que arrasó en la elección de 2018 está lejos de un provocador vociferante como el brasileño o como el propio Trump. Sin embargo, hay indicadores confusos sobre su verdadera idea de la función social de los medios y de su aprecio al periodismo como contrapeso democrático. El enojo por la portada de la revista Proceso no es trivial, aunque no puede verse como desplante de censura. Por ahora se agrega a la evidencia de que al Presidente electo de México le molesta que lo cuestionen y le irritan los que dudan o disienten. Esa hipersensibilidad enciende a sus huestes. Su estilo no es pendenciero como el de su homólogo de Brasil. López Obrador dice que “una revista sacó una foto… donde aparezco así, decrépito, chocheando… muy sensacionalista, amarillista la revista”. Luego suaviza, se contiene y elabora una especie de diálogo interior: “pero es normal, así es la libertad, así es la democracia. Es pluralidad, es libertad de expresión. No es pensamiento único. Yo no aspiro a ser un dictador. Aspiro a representar una República democrática”. Después lo sube todo a Facebook y mantiene a sus seguidores enganchados en un linchamiento desde las “benditas redes sociales” contra Proceso, que es respondido por otros, también radicalizados, que antes despreciaban al semanario y ahora le reconocen congruencia. Proceso ha tratado con mucha dureza y poco rigor a los últimos presidentes de México. A ninguno le ha gustado, lo han aislado e ignorado, pero la revista tiene lectores que leen y creen lo que publica. ¿Por qué tendría que ser distinto con López Obrador? Quizá porque el distinto es él. Porque no entiende de la misma forma la pluralidad, no recibe con el mismo talante la crítica y porque su narrativa está basada en un mundo bipolar, donde sólo es posible estar con él o contra él y todo lo que supone que representa. En Brasil, en México y en Estados Unidos cada día más voces aluden a la creciente polarización, construida de reproches, noticias falsas y acosos mutuos. Sin embargo, no podemos entender que se trate de una pugna entre iguales. Ejercer el gobierno conlleva poder, pero también responsabilidad. La tolerancia y la capacidad de distensión son cualidades de regímenes democráticos. Al que gobierna le toca marcar la pauta y no recoger piedras para lanzarlas contra el adversario. El pueblo es sabio y dice que el que se lleva se aguanta, y también que al que no le guste ver fantasmas, que no salga de noche.